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lunes, 21 de diciembre de 2009

El declive de la educación clásica



Por más de dos mil años, la educación en occidente se basó en el estudio de los clásicos. Desde la antigüedad hasta la generación de nuestros abuelos, raramente fue cuestionada la idea de que la mejor manera de civilizar al hombre- fuera cual fuera su futura profesión- era inculcándole desde niño las enseñanzas y experiencias del mundo greco-romano.

En las palabras de John Stuart Mill, la educación clásica, a diferencia de la educación profesional o técnica, es lo que humaniza al hombre, pues este “es hombre antes de ser abogado, médico, comerciante o fabricante, y si se le hace hombre sensible y capaz, podrá volverse abogado o médico por si mismo.”

La educación clásica requería, primero que todo, la dura tarea de aprender latín y griego antiguo. Con estas bases se obtenía un conocimiento elemental de las épicas de Homero, de las grandes tragedias, de la poesía de Virgilio y de Horacio, de la filosofía de Platón y Aristóteles, de los discursos de Demóstenes y Cicerón, y de la obra de los grandes historiadores antiguos: Heródoto, Tucídides, Tito Livio, Polibio, Tácito, Plutarco.

La idea principal era que, al permitirle al hombre civilizado aprender por si mismo, la educación clásica lo liberaba de la dependencia en los demás. Por lo tanto se le ha llamado una educación liberal. Para Mill, esta libertad es “la meta principal de la educación,” es lo que le permite al hombre llevar a cabo “el ejercicio del pensamiento acerca de los intereses de la humanidad- de la ética y la política” en gran escala, lo que le da “la facilidad de concentrar la mente en todo aquello que concierne los más altos intereses del hombre.”

Esta opinión de Mill, pronunciada en el siglo XIX, refleja una tradición prevalente en el mundo occidental desde la época de Grecia Antigua.







Tal vez la primera vez que se cuestionó seriamente el valor de este modelo pedagógico fue en los Estados Unidos, donde en el siglo XIX se argumentó que enseñar lenguas muertas y la historia de imperios antiguos a la juventud no contribuiría de modo alguno al crecimiento económico del país. Ya había advertido de Tocqueville que en EEUU, inclinado desde su fundación al comercio y al pragmatismo, los clásicos enfrentarían serios obstáculos.



Sin embargo, los fundadores de EEUU fueron influenciados profundamente por el estudio de los antiguos. Por ejemplo, Thomas Jefferson, cuyo desarrollo intelectual se debió en gran parte a su educación clásica, dijo del historiador romano Tácito: “lo considero el primer escritor del mundo sin excepción alguna. Su obra es una compostura de la historia y de la moralidad sin igual.” También dijo Jefferson, al enterarse que “el aprendizaje del griego y del latín” se estaba abandonando en Europa, que “sería muy poco sabio de nuestra parte seguir este ejemplo.”



Aparte de Jefferson, James Madison, John Adams y otros fundadores fueron educados bajo el modelo clásico y mantuvieron su amor por los antiguos durante sus vidas. Esta herencia grecolatina de los próceres de Estados Unidos se refleja tanto en las numerosas referencias a autores antiguos en los “Papeles Federalistas” como en la arquitectura neoclásica que adorna la ciudad de Washington, cuyos monumentos, empezando por el Capitolio, se basan en modelos de templos griegos y romanos.



El verdadero declive de la educación clásica vino en el Siglo XX. La Primera Guerra Mundial no solo enterró a gran parte de una generación de jóvenes, sino que el sufrimiento que causó hizo que se cuestionaran las bases de la civilización europea, su racionalismo y su ciencia. Con los movimientos artísticos e intelectuales experimentales de la posguerra vino un sentimiento en contra de la tradición- el epítome del cual fue la revolución bolchevique en Rusia- y una marcada animosidad de la juventud hacia las anteriores generaciones, las cuales fueron culpadas por el inicio de la guerra.



En este clima intelectual y político, difícilmente pudo florecer la apreciación de la civilización clásica entre el público. Mientras tanto, el movimiento socialista mundial condenó con vehemencia a los antiguos por su sociedad aristocrática y materialista, basada en el uso de la propiedad privada. Curiosamente, Carlos Marx fue profundamente influenciado por su estudio de las ciudades-estado de Grecia Antigua.



Por su parte, los fascistas en Alemania y en Italia acogieron la herencia greco-romana, pero la manipularon para servir sus propios intereses propagandísticos. Para dar solo un ejemplo, la película Scipione l’Africano de Carmine Gallone, ganadora de la Copa Mussolini en 1937, da a entender que el gran general de la República, al imponer su voluntad frente al Senado pusilánime, es un predecesor del dictador fascista, quien presentaba sus aventuras bélicas frente al público como el resurgir del Imperio Romano.



Tras la Segunda Guerra Mundial, la educación clásica se mantuvo en un principio en el Reino Unido, en Francia y en los países de habla alemana. En EEUU, vino a sufrir un revés por el crecimiento económico desmesurado y la competencia incesante con la Unión Soviética durante la Guerra Fría, pues en el afán por educar a hombres de negocios y a científicos, las humanidades se vieron ignoradas. En la mayoría de los colegios el estudio de las lenguas antiguas fue reemplazado por el del inglés, y si se aprendía un idioma extranjero en la universidad, se promovía el ruso para mejor entender al enemigo. Estos fueron triunfos de la crítica usual de la derecha corporativa a los clásicos y a las humanidades en general: que no son útiles, no enseñan a producir y por lo tanto no merecen mayor atención.



Pero tanto en EEUU como en Europa el golpe contundente al estudio de la civilización clásica se lo dio el movimiento estudiantil izquierdista de los sesentas. El milieu de la época- expresado por el eslogan “no confiamos en nadie mayor de 30”- exigía una abrupta rotura con el pasado. Para los estudiantes revolucionarios de esta época, los clásicos representaban, consciente o inconscientemente, todo aquello a lo cual se oponían.



Mientras se llevaba a cabo el proceso de descolonización, el Imperio Romano fue señalado como el predecesor y modelo de los poderes occidentales que oprimían al tercer mundo. El movimiento pacifista, enfurecido por la Guerra de Vietnam, naturalmente no favorecía una educación basada en gran parte en los relatos bélicos de Julio Cesar, Tucídides, Jenofonte y otros. El movimiento feminista criticó a los griegos y a los romanos por el machismo inherente de sus culturas. Dentro del movimiento de derechos civiles en EEUU, los antiguos fueron censurados por el papel que la esclavitud jugó en sus sociedades.



Para la generación revolucionaria, la estructura social greco-romana era jerárquica, paternalista, religiosa, belicista y basada en la opresión del individuo, un ser libre y pacífico por naturaleza, sobre todo en aquellos rincones del mundo donde todavía deambulaba semidesnudo el salvaje noble de Rousseau. Tampoco había campo dentro de la cultura de la protesta y de la experimentación con las drogas para el aprendizaje de las lenguas antiguas, dura labor que exige largas horas memorizando declinaciones y estructuras verbales, tiempo perdido si se tiene en mente fumar porros, enfrentarse a la policía y ocupar la oficina del rector.



Pese a los excesos del movimiento estudiantil de los sesentas, sigue siendo válida cada una de sus críticas a la sociedad greco-romana y al estudio de los clásicos. Pero la representación de los antiguos como poco más que imperialistas belicosos, machistas, oligarcas y explotadores de esclavos ha llevado a que se considere que no hay nada que podamos aprender de ellos.


Por ejemplo, al describir la actitud de los estudiantes en la Universidad Libre de Berlín durante los años setenta, el distinguido historiador suizo Kurt Raaflaub escribe lo siguiente:




“la mayoría de estudiantes de historia estaban convencidos que la historia adecuada y merecedora de su atención empezaba solo con las grandes revoluciones de 1917, o, por muy temprano, en 1789. Tomaban cursos de historia antigua o medieval porque era una obligación, y no ocultaban sus sentimientos.”




Esta es la actitud hacia el estudio del pasado que sigue prevaleciendo hoy en día.








Pero la educación contemporánea que vino a reemplazar a la educación tradicional clásica en las facultades de humanidades y de ciencias sociales contiene una serie de graves defectos. Como argumenta Victor Davis Hanson, la vieja educación, basada en el aprendizaje de datos históricos, de fechas, eventos y personas de suprema importancia en el transcurso de la humanidad, de idiomas, retórica, gramática y de lógica ha sido suplantada por un currículo terapéutico que incluye cursos y facultades que no deberían existir por si solos: Estudios de Género, Estudios Gays, Estudios Chicanos, Estudios Afro Americanos, Estudios de la Paz, Resolución de Conflictos y muchos otros.




“Tales cursos,” escribe Hanson, “son diseñados alrededor de la deducción, para que el estudiante adopte las conclusiones preconcebidas del profesor. También son estos cursos rehenes del presente, de los medios de comunicación masiva y de la cultura popular de donde obtienen su información y su relevancia.”



“Detrás de todo este currículum terapéutico está el relativismo. No hay verdades eternas, solo declaraciones efímeras que ganan credibilidad por medio del poder y la autoridad. Apenas aprenden los estudiantes cómo se utilizan las diferencias de género, raza y clase para oprimir a los demás, son libres para ignorar la verdad absoluta, que es solo un reflejo del privilegio.”



Aunque Hanson describe un fenómeno académico en EEUU, la situación en las universidades europeas y latinoamericanas no es muy distinta. La gran ironía es que esta visión postmoderna que desempeña la izquierda universal desde la torre de marfil de la academia está basada en un relativismo que, en gran parte, introdujo a la cultura occidental Friedrich Nietzsche, un gran filólogo clásico no exactamente conocido por su simpatía a los menos privilegiados.



En cuanto a la historia, la versión postmoderna del pasado se ha basado a tal extremo en la crítica del colonialismo y en los pecados de los poderes europeos que toda la historia de occidente antes del siglo XX- no solo la del mundo antiguo- se considera poco más que una larga cadena de explotación y saqueo. Un buen ejemplo de esto se encuentra en la página web de la presidencia de Venezuela bajo el subtítulo de “Historia:”



“Una de las características que definen la etapa prehispánica de Venezuela es la heterogeneidad, pues existía diversidad cultural entre los distintos grupos indígenas…”



El descubrimiento de América “les significó” a los europeos “la puerta a una inmensa fuente de riquezas y poder. Pero, para los habitantes originarios de este lado del mundo fue el inició del proceso de resistencia contra el genocidio, la exterminación de sus culturas y formas de vida, la dominación, la esclavitud y el saqueo de los recursos naturales por parte de los europeos.”



Europa representa, pues, el genocidio, la exterminación de la cultura nativa y diversa, la dominación por la fuerza, la esclavitud y el saqueo de los recursos naturales” de sociedades pacíficas. Naturalmente se puede deducir, según este argumento, que resulta repugnante el estudio de los clásicos, quienes al fin y al cabo pusieron los cimientos de una civilización europea rapaz y usurera. Es obvio que esta escuela de pensamiento no toma en cuenta los grandes logros políticos, artísticos y científicos de la civilización occidental a través de la historia, logros que de alguna manera u otra están directamente conectados a la herencia greco-romana de Europa.



Por lo tanto, la visión postmoderna del mundo nos roba de las muchas oportunidades de aprendizaje que le brindó el estudio de los griegos y los romanos a generaciones pasadas. Al hacerlo, nos depriva por supuesto del tipo de educación que humaniza al hombre. Pero, dado este declive de la educación clásica dentro de la cultura general, ¿es todavía ventajoso el estudio de los griegos y los romanos? ¿Se aplican de algún modo las lecciones de los clásicos al mundo de hoy en día?



Por supuesto, y mucho.





Daniel Raisbeck






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