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martes, 24 de marzo de 2009

La legalización: un debate necesario

Diez días antes de la cándida y valiente declaración del Vicepresidente Francisco Santos acerca del fracaso del Plan Colombia en cuanto a su objetivo principal, reducir significantemente la producción de narcóticos en el país, la revista The Economist publicó un editorial titulado «Cómo parar la guerra contra las drogas.» Tras un breve relato de un siglo de políticas prohibicionistas desventuradas, inauguradas en 1909 cuando la comunidad internacional decidió prohibir el consumo del opio, The Economist concluye que, aunque para muchos resulte tranquilizante la idea de que el problema de la adicción se puede solucionar al perseguir y reprimir a los productores y distribuidores de narcóticos, en efecto esta política ha sido desastrosa, «creando estados fracasados en el mundo subdesarrollado mientras la adicción se ha incrementado en los países ricos.»

La revista menciona la falta de éxito en cuanto a reducir la cantidad de cocaína, opio y marihuana producida en el mundo, dado que los productores se adaptan a la persecución en una región transfiriendo sus cultivos a otra. También se refiere a los millones de dólares que gasta anualmente Estados Unidos rastreando, enjuiciando y encarcelando a sus propios ciudadanos, generalmente pertenecientes a minorías étnicas, por crímenes relacionados con el narcotráfico. Igualmente cita las astronómicas ganancias que siguen al alcance de los narcotraficantes tercermundistas al exportar sus productos al mundo industrializado, pues el precio de las drogas en Estados Unidos y en Europa no lo determina el costo de producción en países como Colombia, sino el enorme riesgo involucrado en introducir estas sustancias al primer mundo. Finalmente, el artículo señala la creciente violencia que azota a países como México y Guinea Bissau, donde gobiernos arrinconados se enfrentan a narcos brutales y opulentos mientras la sangre de la población civil corre por las calles. Por lo tanto, The Economist sugiere que la legalización de los narcóticos a nivel mundial, acompañada por la inversión estatal en programas de educación y rehabilitación, es la solución «menos mala» a este enorme problema.

Hasta ahora, la posición oficial del gobierno de Colombia ha sido ignorar la verdad revelada tanto por el Vicepresidente como por otras fuentes e insistir en continuar con el modelo prohibicionista, y esto a pesar de que toda la evidencia apunta a que perpetuar esta política significa prorrogar el sufrimiento del pueblo colombiano. Puede ser que en el país padezcamos de una miopía histórica profunda, pero el hecho es que el tema político de los últimos treinta años ha sido la lucha incesante del estado contra una Hidra a la cual le crecen dos cabezas por cada una que se le arremete.

En los noventas, mientras el estado se veía asediado por Pablo Escobar y sus sicarios, pensamos que la captura y luego la muerte del capo mitigaría nuestra agonía, pero luego vino el auge del Cartel de Cali, cuyos tentáculos alcanzaron a infiltrar los más altos círculos gubernamentales. Tras la caída de los hermanos Rodríguez Orejuela tuvimos otro momento de reposo, pero no tardaron mucho en tomar las riendas del negocio del narcotráfico las Farc, abandonando todo ideal anti-capitalista que hayan profesado, y sus némesis, los paramilitares. Durante los últimos años, hemos visto con horror y vergüenza como los paras, financiados por la coca, lograron meterse en el bolsillo a decenas de congresistas a nivel nacional, y todavía no se ha esclarecido la pregunta de cuáles conexiones tenían estos señores de guerra con las altas esferas de nuestro gobierno actual. Mientras tanto, celebramos- y con buena razón- cada golpe que nuestros audaces soldados le dan al funesto liderazgo de las Farc e inclusive empezamos a discutir el «post-conflicto,» pero aunque pensamos en la posibilidad de que la guerrilla sea derrotada, no nos preguntamos en manos de quién caerá el control del narcotráfico, sus millones y toda la habilidad de corromper y asesinar que éste brinda.

En esta época pre-electoral es bienvenido que los candidatos a la presidencia hablen de estrategias a largo plazo, tal como lo hace Juan Andrés Arias con respecto al agro. Sin embargo, los colombianos merecen que se discuta seriamente la posibilidad de legalizar las drogas, empezando por un análisis serio en cuanto a las repercusiones y consecuencias de la legalización a nivel nacional.

En cuanto a la política exterior, una parte fundamental de la diplomacia del país en el futuro debe no solo informar al mundo acerca de las nefastas consecuencias de la prohibición de los narcóticos, sino también impulsar el lobby pro-legalización en los países desarrollados. Colombia debe actuar como líder y formar un grupo de naciones tales como México y Afganistán que, ya sea por su ubicación geográfica o su suelo propicio a ciertos cultivos, también sufren trágicas consecuencias por causa de la prohibición mundial contra los narcóticos. En conjunto, se podría establecer una estrategia común basada en la idea que la única solución al problema del narcotráfico es terminar la penalización e incrementar la educación y el tratamiento de adictos a través del mundo.

No es sensato prorrogar una política fracasada, y la fácil disponibilidad de la cocaína en ciudades como Nueva York y Berlin no deja duda de que, pese al éxito de la Seguridad Democrática en el país, la lucha contra las drogas tal como la formula el Plan Colombia se está perdiendo. Pese a esta realidad, Estados Unidos insiste en la prohibición mientras condiciona la continuidad de su ayuda militar a que se logren avances en el área de los derechos humanos, no obstante sus propias violaciones recientes a los estatutos establecidos en la Convención de Ginebra en lugares como Abu Grahib y Guantánamo. En cuanto a nosotros, más allá de la lucha contra una guerrilla asesina y deplorable, ha llegado la hora de que nos preguntemos si la política que expone a nuestros uniformados a la línea del fuego es la más razonable, o si sería mejor cortar la raíz de la planta que ha alimentado a todo enemigo del estado colombiano durante las últimas décadas.

Daniel Raisbeck