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miércoles, 10 de septiembre de 2008

La rebelión de las masas latinoamericanas

Según Mario Vargas Llosa, si el filósofo español José Ortega y Gasset hubiese nacido al norte de los Pirineos, «sería hoy tan conocido y tan leído como lo fue Sartre,» mientras si hubiese sido inglés, «sería otro Bertrand Russell.» El hecho que Ortega y Gasset no sea considerado uno de los grandes pensadores del siglo pasado comúnmente, nos explica Vargas Llosa, se debe a que su vida transcurrió en un momento en el cual la cultura española “andaba por los sótanos de las consideradas grandes culturas modernas.» Pero pese a su relativa anonimia, el pensamiento político de Ortega y Gasset constituye una de las más convincentes justificaciones del liberalismo alguna vez formuladas, y sus ideas resultan especialmente perspicaces si se tiene en cuenta que, durante las décadas de los veintes y los treinta, el autor advirtió acerca de los peligros no solo del fascismo y del bolchevismo, sino también del pacifismo británico. Hoy en día, La rebelión de las masas, quizá su magnum opus, sigue siendo una relevante defensa de la democracia liberal frente a una serie de fenómenos que la amenazan sin cesar: el autoritarismo dictatorial, el populismo extremista, la intransigencia de los revolucionarios, la intolerancia en contra de las minorías y los grupos de oposición, la exorbitante expansión burocrática, el militarismo desenfrenado, el deterioro del estado de derecho. Aunque la obra no discute a Latinoamérica en detalle, no deja de ser deslumbrante para cualquiera que se alarme por la precaria situación política que vive actualmente la región, no solo porque describe el desgaste de las instituciones liberales que se ve en muchos de nuestros países, sino también porque presenta su vigorosa defensa del liberalismo usando la lengua de Cervantes.

Antes de discutir la relevancia de La rebelión de las masas a la América Latina actual es necesario describir la filosofía política que el autor presenta en la obra. Su teoría principal es que la sociedad humana se divide entre dos grupos, las minorías y las masas. Según Ortega y Gasset, las minorías son los «individuos o grupos de individuos especialmente cualificados,» mientras que las masas son el opuesto, es decir, «el conjunto de personas no especialmente cualificadas.» Sin embargo, esto no significa que las masas simplemente equivalgan las clases bajas o no privilegiadas, o la cantidad de individuos sin títulos académicos, oficiales o de nobleza, pues «dentro de cada clase social,» inclusive las más altas, «hay masa y minoría auténtica.»

Definidos individualmente, el hombre excelente, aquel que «constituye una minoría selecta,» es «aquel que se exige más que los demás,» el que acumula sobre si mismo «dificultades y deberes,» mientras que el hombre de masa es el «hombre medio,» aquel que «no se diferencia de los otros sino que se repite en si un tipo genérico» y por ende se convierte en «muchedumbre.» Masa, nos dice Ortega y Gasset, es todo aquel «que no se valora a si mismo- en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente ‘como todo el mundo,’ y sin embargo no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás.»

Escribiendo en la Europa de los años veinte, Ortega y Gasset consideraba que el fenómeno social predominante de la época moderna, aquel que propiamente la definía, era «el imperio político de las masas,» algo llevado a cabo por las más recientes «innovaciones políticas.» En ese sentido, Ortega y Gasset se refería al sustancial poderío que había acumulado el hombre medio gracias a los avances políticos e industriales del siglo XIX, pero también a la crisis de la democracia liberal tras la Primera Guerra Mundial y al consecuente surgimiento de movimientos extremistas tanto de derecha como de izquierda, es decir, fascismo y bolchevismo. Para Ortega y Gasset, existía una relación directa entre ambos fenómenos, el surgimiento astronómico del hombre masa y la crisis que atravesaba el sistema liberal, el cual él consideraba el máximo logro político del hombre.

La superioridad que Ortega y Gasset le asigna a la democracia liberal se basa en su concepto de la cultura, la cual según él tiene sus orígenes en las normas, pues «no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan recurrir,» ni donde no hay «principios de legalidad civil a que apelar.» El opuesto de la cultura es la barbarie, un estado caótico caracterizado por la «ausencia de normas y de posible apelación.»

Dada su definición de la cultura, Ortega y Gasset admira la democracia liberal pues esta vive «templada por una abundante dosis de liberalismo,» es decir, de «convivencia legal» y «de entusiasmo por la ley» y por las normas. Solo bajo el amparo del liberalismo o de la convivencia legal existe un estado avanzado de civilización, pues esta es, «ante nada, voluntad de convivencia,» y existe solo donde haya complicación, donde la sociedad no funciona de acuerdo a la acción directa de la masa o de las mayorías sino de acuerdo a «trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia, razón…» El actuar en la vida pública dentro de estos parámetros constituye la «acción indirecta,» el acto político característico del liberalismo, el sistema donde la ley impera y es respetada. Por lo tanto, la democracia liberal, la civilización y la ley son sinónimos, y la vida política civilizada y liberal se caracteriza por la acción indirecta y por el respeto a las minorías.

Para Ortega y Gasset, el respeto a las minorías es el atributo principal de la democracia liberal, aquel que esta trae al foro político por primera vez en la historia. Estrictamente, el autor define este respeto como aquel «principio de derecho político según el cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a si mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los fuertes, como las mayorías.» Por ende, el autor define al liberalismo como «la decisión de convivir con el enemigo, más aun, con el enemigo débil,» y por lo tanto lo llama «la suprema generosidad,» «el más noble grito que ha sonado en el planeta.»

Pero mientras el liberalismo, la forma más avanzada de civilización, equivale la ley y se expresa por medio de la costumbre de actuar de una manera indirecta, el opuesto es un sistema donde la mayoría actúa sin respeto alguno por la ley ni por las normas, donde la masa no tolera minorías y ejerce su poder por medio de la acción directa. «Se es incivil y bárbaro,» nos dice Ortega y Gasset, «en la medida en que no se cuente con los demás,» pues «la barbarie es tendencia a la disociación.» Y cuando se pasa de la democracia liberal a la «hiperdemocracia,» donde «la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos,» no respetando las normas ni las minorías, se retrocede a la barbarie.
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Analicemos, entonces, los sucesos políticos que se están dando en América Latina teniendo en cuenta el pensamiento de Ortega y Gasset, tarea complicada dado que nuestra región nunca ha sido civilizada si aceptamos la definición del autor. Sin embargo, hoy el caso más obvio del atropello al liberalismo se da en Venezuela, la cual está presidida por un hombre cuyo inicio en la política se dio por medio de la expresión más obvia de la acción directa, el golpe de estado. El señor Chávez, quien luego llegó al poder legítimamente, ha agitado a la mayoría desde el inicio de su mandato con el fin de desmantelar el poco liberalismo que existía en su país, violando cuanta norma establecida había en su camino hasta que logró empalmarse a cada una de las ramas del estado, ejecutivo, judicial, legislativo. Como cada cual cosecha lo que siembra (quod severis metes), enfrentó él mismo un coup d’état, pero, cuando lo sobrevivió, tildó el acto como desleal, como un choque a la democracia, tal vez olvidando sus orígenes golpistas, tal vez desvelando una infantil hipocresía. Poco después recurrió de nuevo a la acción directa para consolidar su mandato, esta vez por medio del referendo, aquel prototipo de la hiperdemocracia, el cual ganó gracias a su usual demagogia y agitación de la masa. Luego creó unas condiciones electorales tan fraudulentas que la oposición decidió no acudir a las elecciones parlamentarias (un acto erróneo, sin duda), pero como esto no bastó para asegurar que se pudiera quedar en el poder indefinidamente con al menos un velo de legitimidad, Chávez recurrió una vez más al referendo, en el cual fue derrotado, hecho que reconoció solo con reticencia, poco después calificando la victoria de la oposición con una tosquedad callejera. Ahora, consciente de que no puede contar con más triunfos en las urnas y enfrentando una nueva elección, deja atrás cualquier calumniosa pretensión de demócrata que antes había asumido e invalida a cientos de candidatos de la oposición por medio de la trampa.

Pero, ?qué más se puede concluir acerca de todo este espectáculo salvo que en Venezuela no hay respeto alguno a la oposición, que quedan pocas normas que Chávez y sus seguidores no hayan ultrajado, que se ha visto el desgaste total de lo poco que en ese país había de civilizado? ?Qué más decir salvo que en Venezuela se ha descendido a la barbarie? Se percibe este vertiginoso descenso al caos al ver que los chavistas, bárbaros para quienes resulta imposible negar el hecho de que su proyecto político se basa en la violación de las normas, intentan justificar sus acciones repitiendo, en un despreciable coro, los elogios de su comandante a su revolución. Es decir, los chavistas justifican la violación de toda norma en Venezuela diciendo que estos son actos revolucionarios. Esto, sin embargo, resulta insólito, pues la revolución jamás se justifica a si misma, ni es en si algo elogiable ni duradero solo por ser revolución.

Pero con respecto a la calumnia inherente de los revolucionarios también nos ilumina Ortega y Gasset, quien escribe que «la revolución no es la sublevación contra el orden preexistente, sino la implantación de un nuevo orden que tergiversa el tradicional.» Teniendo esto en cuenta, se puede concluir que una revolución es loable, si es que esto es posible, siempre y cuando establezca el orden, las normas, la civilización, es decir, apenas deja de ser revolución. Pero a la vez es despreciable la revolución que, como la chavista, hace lo opuesto, es decir, acabar con un orden existente sin luego establecer normas, sin instituir trámites, justicia, razón. La revolución de Chávez por lo tanto refuta la definición de Ortega y Gasset, pues se subleva contra el orden preexistente y no instituye un nuevo orden, sino que preside sobre el caos.

Más insólito aun resulta el hecho que la revolución bolivariana pretende ser un movimiento socialista, algo que desvela instantáneamente su carácter de movimiento de masa liderado por hombres mediocres, pues estos se caracterizan, según Ortega y Gasset, por la falta del sentido histórico, por ser «extemporáneos y sin larga memoria.» Y es precisamente la falta de conciencia histórica de los líderes revolucionarios lo que asegura el eventual fracaso de sus proyectos, pues no les permite vislumbrar el hecho que cada revolución es, «en su forma, idéntica a todas las que antes ha habido,» y que estas «no se corrigen lo mas mínimo de los defectos y errores de las antiguas.» Como dijo Otto von Bismarck, «los tontos dicen que aprenden de la experiencia, pero yo prefiero beneficiarme de la experiencia ajena.» Este comentario refleja la filosofía de Ortega y Gasset, quien escribe que para el avance de una civilización, es menester «tener mucho pasado a su espalda, mucha experiencia; en suma, historia,» pues «el saber histórico es una técnica de primer orden para conservar y continuar una civilización provecta.» Los líderes de la revolución bolivariana, sin embargo, no tienen en cuenta o escogen ignorar que a principios del siglo XX hubo un “nuevo” intento revolucionario de política, el bolchevismo, que fracasó por ser un «claro ejemplo de regresión sustancial,» por «la manera anti-histórica, anacrónica, con que trató su parte de razón.»

Esta calificación es válida y se aplica no solo al fracaso del bolchevismo sino también al del fascismo, porque inclusive cuando surgían estos movimientos los hombres con sentido histórico pudieron reconocer que fracasarían, o por lo menos que era el deber del mundo civilizado ver que fracasaran, pues existe una «cronología vital inexorable» y el pasado tiene su propia razón, lo cual significa que no hay movimiento antiliberal que pueda suceder al liberalismo, pues este sucede lo antiliberal. Es decir, tras el triunfo abrumador del liberalismo en el siglo XIX, es posible superarlo, pero solo conservando su esencia liberal. El chavismo, por lo tanto, no es más que un retroceso, pues ignora, o escoge ignorar, que el bolchevismo produjo más que todo calamidades y que sucumbió sin gloria alguna, gastado, descompuesto y corrompido internamente por el mismo cáncer que lo engendró.

Por eso se equivoca Chávez al proclamar, adulando a Fidel Castro, que sus seguidores deben escoger entre “socialismo o muerte,” lo cual es un non sequitur: no puede existir una opción entre el socialismo o la muerte cuando el socialismo es un experimento fracasado y, por lo tanto, muerto. Mejor sería si incitase a las masas diciéndoles la verdad, que el socialismo es muerte, porque así los desdichados al menos sabrían a qué se están adhiriendo. Y esto lo muestra claramente el ejemplo de Cuba, donde el bolchevismo no pudo crear un paraíso terrenal, sino más bien un gulag tropical. Pero esta realidad no les interesa a los comandantes revolucionarios que hoy exaltan a Cuba y la toman como modelo, tapando el sol con la mano al no querer ver a ese desafortunado país por lo que es, una desastrosa mezcla entre la república bananera y el bolchevismo, trágica combinación. Y no se tenga duda que es hacia Cuba donde dirigen estos comandantes sus revoluciones. Pero ?se les puede culpar? Acaso, ?qué hombre medio no quiere ser llevado a aquella isla de playas paradisiacas? El problema lo discierne solo el viajero experimentado, a quien no le interesa terminar como los infelices sujetos de los Castro, sin salida de aquel tórrido retroceso revolucionario. Advierte este individuo de sentido agudo las palabras de Ortega y Gasset: “el retroceso a la barbarie es el retroceso a la ingenuidad y primitivismo de quien no tiene u olvida su pasado.”

Pero el caso más vulgar del abuso de los chavistas hacia la historia es su macabra manipulación de la figura de Bolívar, al cual retratan como si alguna simpatía hubiese tenido aquel liberal clásico formado por las ideas de la Ilustración europea por un marxismo todavía inexistente en su época. Aunque sea verdad que el Libertador advirtió acerca del surgimiento de EEU y la amenaza que esto constituía para las repúblicas emergentes suramericanas, Bolívar no manipulaba el mito del imperio maligno, culpándolo de todos los fracasos latinoamericanos para trastornar a un pueblo ignorante y avanzar una política retrógrada y desastrosa. Y es también en esto que Chávez se delata como hombre masa, pues el hombre selecto asume la responsabilidad de sus éxitos y sus fracasos, el hombre medio, que más que todo tiene fallas, siempre encuentra la manera de excusarse culpando a los demás. Pero Bolívar era un hombre selecto, y por lo tanto asumía los reveses con estoicismo, aquel santuario al que han acudido los hombres nobles tras sus reveses a través de la historia. Fiel a los principios liberales, Bolívar dedicó su vida a establecer el sistema político que Chávez ahora está saboteando. Si en algo se pareció el libertador al comandante Chávez fue en la proclividad por el caudillismo que demostró particularmente en sus últimos días, es decir, en la traición a las ideas de independencia y liberalismo por las cuales luchó con tanta gloria.

Otro aspecto del proyecto chavista que lo caracteriza como movimiento de masa es la burocratización exorbitante con el cual el estado ahoga todo lo que antiguamente era independiente de él. La constante nacionalización de empresas, sobre todo en los sectores claves, naturalmente implica el crecimiento descomunal del estado en cuanto este va entrometiéndose donde antes reinaba la empresa privada y el mercado libre. El peligro de este proceso nos lo advierte Ortega y Gasset, quien dice que «la burocratización de la vida produce su mengua absoluta en todos los órdenes,» pues cuando el Estado, el medio por el cual se expresa el hombre masa, se extiende sin límite, «aplasta con él toda minoría creadora que lo perturbe.» Sin duda, esto trae consecuencias desastrosas para la vida económica de un país, pero resulta especialmente preocupante cuando el estado se arrolla no solo la industria sino también los medios de comunicación, pues así comienza a arrasar con el discurso libre y con las ideas, algo que conduce a la censura del punto de vista opositor y minoritario.

Pero el estado chavista, en su condición de gobierno de «masa homogénea» y amotinada, la cual «pesa sobre el Poder publico y aplasta, aniquila todo grupo opositor,» pretende que el punto de vista minoritario no exista, y para cumplir su meta se ha entrometido sin reserva dentro del mundo pedagógico, no solo impregnando las escuelas públicas con propaganda revolucionaria de una manera tan agresiva que enorgullecería tanto a líderes nazis como soviéticos, sino también irrumpiendo dentro de la educación privada. Todo esto constituye un proceso cuyo fin es que toda área donde puede florecer la libertad de pensamiento y de expresión sea bombardeada por la propaganda estatal y luego expuesta al paso arrollador del aparato burocrático del estado.

En segunda potencia, dice Ortega y Gasset, «la burocratización del estado es la militarización de la sociedad,» un fenómeno alarmante que al igual se ve en la Venezuela chavista. Como jefe de estado, Chávez naturalmente ejerce control sobre las fuerzas armadas venezolanas, pero el comandante ha usufructuado la autoridad de su posición al otorgar posiciones civiles de importancia a militares leales al gobierno, algo que claramente viola el concepto básico del liberalismo según el cual el gobierno civil controla al ejército y no viceversa. Dentro del estado liberal, las fuerzas armadas son un ente sujeto al estado, no un ente que controla al estado, y por lo tanto resulta peligroso el subvertir esta dinámica.

Pero más peligroso aun es la militarización de la ciudadanía, fenómeno que también se percibe en Venezuela, pues como siempre existe la posibilidad de que un oficial golpista tumbe al gobierno, tal como lo intentó el mismo Chávez en el 92, el comandante, no sintiéndose seguro en el poder pese a su control sobre la estructura militar del estado, tomó el insólito acto de crear una milicia personal, una colectividad- ilegal bajo cualquier punto de vista- de ciudadanos armados y leales únicamente al presidente y a su revolución. Aunque Chávez anuncia que el propósito de esta fuerza es repeler una invasión yanqui, que según él es inminente, la institución de estas milicias personales constituye una flagrante violación del concepto de la separación entre la sociedad civil y la militar, un fenómeno que puede conducir al más tenebroso uso de la acción directa, la violencia física en contra de cualquier minoría que se oponga al gobierno. (Para cualquiera que se haya tomado la molestia de estudiar la historia greco-romana, este hecho desnuda el verdadero carácter del régimen chavista, pues recordará que el primer paso que tomaban los tiranos que, como Pisístrato en Atenas, se establecían sobre una polis griega era desarmar a los ciudadanos y crear un ejército personal; de un proceso similar surgió luego la guardia pretoriana, ejército personal de los emperadores romanos.) Este proceso, nos diría Ortega y Gasset, es un ejemplo de como la masa, que como tal se siente estado, se convierte en el estado, y en este caso «su aparato bélico,» la cual es su urgencia mayor. Esta evidente militarización de la sociedad venezolana resultaría menos preocupante si el descomunal precio del petróleo no le permitiese al comandante Chávez controlar una fuente de ingresos casi ilimitada, recursos con los cuales ha podido armar su revolución hasta los dientes, aprovechando la voluntad de países como Rusia, aquel arquetipo de la paz a través de la historia según Chávez, y, tristemente, España, de venderle las armas que apetezca.

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Como Venezuela representa la instancia más visible de la rebelión de las masas que está sacudiendo a América Latina, no es necesario entrar en detalles acerca de los atropellos a la legalidad que cometen los gobiernos de países como Ecuador, Nicaragua y Bolivia, es decir, los satélites del bloque chavista. Pero resulta útil mencionar que el primer mandatario de Bolivia admitió hace poco que las normas establecidas en su país son inconsecuentes si constituyen un obstáculo para su proyecto de gobierno, pues cuando alguno de sus abogados le informa que está a punto de cometer un acto ilegal, él le ordena que altere la ley para que su acción sea legítima, pues para eso al fin y al cabo su súbdito es versado en el derecho. Lo interesante resulta que este presidente ha basado su gestión en revivir la gloria de la cultura indígena de su país, violada y explotada durante siglos por españoles, yanquis, multinacionales europeas y otros buitres imperialistas cuya intención única ha sido abrirle las venas a Bolivia y al resto de América Latina, chupar su sangre y dejarla consumida y macilenta. Pero si aceptamos la definición de Ortega y Gasset de la cultura, cuyos principios son las normas, la legalidad civil y la posibilidad de apelación, nos vemos obligados a declarar que el proyecto de gobierno del Señor Evo Morales no puede constituir un esfuerzo por fortalecer cultura alguna. Al contrario, en su pleno desarrollo la política de Morales, basada en el capricho arbitrario del presidente en contra de toda ley establecida, tendría que ser descrita como el retorno a la barbarie. Desde este punto de vista, los verdaderos promotores de la cultura y la civilización en Bolivia serían los “opresores” europeos, quienes por lo menos hicieron un intento quijotesco por introducir la ley y el orden- por medio de un código civil- en aquel rincón andino.

En esto estaría de acuerdo con nosotros Ortega y Gasset, pues él ya conocía el fenómeno que se expresa por medio de charlatanes como Morales y su capitán Hugo Chávez, quienes pese a que proclamen que representan un cambio, no pueden dejar de ser hombre masa- acordémonos que este es aquel que «no se diferencia de los otros sino que se repite en si un tipo genérico»- y el prototipo que ellos representan es el del colorido dictador tercermundista, líder de un pueblo que encarna en grandes proporciones al hombre masa. A principios del siglo pasado, Ortega y Gasset escribió que tal como existe el hombre masa,
«también hay, relativamente, pueblos masa, pueblos-masa resueltos a rebelarse contra los grandes pueblos creadores, minoría de estirpes humanas que han organizado la historia. Es verdaderamente cómico contemplar como esta o la otra republiquita, desde su perdido rincón, se pone sobre la punta de sus pies e increpa a Europa y declara su cesantía en la historia universal. ?Qué resulta? Europa había creado un sistema de normas cuya eficacia y fertilidad han demostrado los siglos… Ahora, los pueblos masa han resuelto dar por caducado aquel sistema de normas que es la civilización europea, pero como son incapaces de crear otro, no saben qué hacer, y para llenar el tiempo se entregan a la cabriola. Esta es la primera consecuencia que sobreviene cuando deja de mandar alguien: que los demás, al rebelarse, se quedan sin tareas, sin programa de vida.»

Dice Ortega y Gasset que cuando reina la masa en una republiquita- lo que hoy llamamos país subdesarrollado dentro de nuestra despreciable cultura inofensiva e incapaz de ofender, es decir, de hablar con sinceridad (es solo el revolucionario como Chávez el que tiene libertad absoluta de ofender al que sea sin sufrir consecuencia alguna)- solo existe la cabriola, el desorden, el caos. Y eso es precisamente lo que se ve hoy en América Latina, porque el modelo neoliberal está desprestigiado aunque haya creado normas, estructura, una semblanza de orden, porque no tuvo resultados inmediatos, y como la masa es impaciente, elige a gobiernos “revolucionarios” que pretenden sacudir las instituciones para sentirse libres de cualquier control extranjero, pero esto se logra sin que se establezca orden alguno. Lo que reina, entonces, es el caos, reflejado por la cantidad de elecciones extraordinarias, referendos, asambleas constituyentes convocadas de un momento a otro, prohibición de partidos y candidatos de oposición y otras violaciones al curso normal de la legalidad que se dan con frecuencia en nuestros países.

Pero que no se crea que la rebelión de las masas se está dando únicamente en los países donde hay gobiernos revolucionarios e izquierdistas, pues, como escribió Ortega y Gasset, «no es más ni menos masa el conservador que el radical, y esta diferencia- que en toda época ha sido muy superficial- no impide ni de lejos que ambos sean un mismo hombre, vulgo rebelde.» En Colombia, por ejemplo, cada día es uno de transición; el gobierno, de tilde conservadora, gradualmente abandona su legitimidad liberal y retrocede hacia un punto en el cual la masa se entromete en los asuntos más intrincados y sutiles del pensamiento político y del derecho constitucional, imponiendo su voluntad solo por ser mayoría, por ser masa. Pero acaso «?importa ultrajar las instituciones si la violación se comete con el consenso de una abrumador mayoría? ?No es esa la voluntad del pueblo? ?No es esa la verdadera democracia?» Estas parecen ser las justificaciones de los partidarios del gobierno y de los otros que favorecen desmantelar la constitución para permitir una segunda reelección del presidente, aunque cabe la duda de que algunos actúan según su interés propio. Pero es necesario responderles una vez tras otra con un contundente no. La democracia liberal no es solo un instrumento con el cual la mayoría impone su voluntad cada vez que se le apetezca, pues para esto se establecen las leyes y las normas, las cuales instituyen la civilización, la tolerancia a la oposición, el imperio de la acción indirecta. Cuando se comienzan a violar las leyes, a tergiversar las normas, cada vez que se permite que la masa actúe de manera directa solo porque suelta su feroz grito, se deja de tener liberalismo y se adquiere lo que Alexis de Tocqueville denominó la tiranía de las mayoría, aquel aspecto degenerado de la democracia, lo que en griego se llama oclocracia o gobierno del vulgo.

Esperemos, pues, que por lo menos Colombia, que pese al precario estado de sus instituciones está emergiendo como una fuente de luz en un oscuro continente, pueda seguir su curso hacia la civilización y ser fiel a su larga tradición liberal en este, su más prometedor momento. Las circunstancias nos han dado la opción de adoptar un gobierno de masa o de continuar amparando y desarrollando el liberalismo, este es «el dilema ante el cual tenemos que decidirnos.» Las circunstancias, sin embargo, no nos obligan a optar por el uno o por el otro. Como escribió Ortega y Gasset, «el que decide es nuestro carácter.»

D. Raisbeck

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