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sábado, 20 de septiembre de 2008

La crisis del ejemplo en Latinoamérica: Parte I: El comercialismo salvaje en la Edad de Hooper

Un reto enorme debe ser criar hijos hoy en América Latina, y no solo para los millones de pobres que luchan a diario por vestir y alimentar a los suyos en una de las regiones con la distribución de bienes menos equitativas y los gobiernos más corruptos del planeta, sino también para los afortunados cuyas preocupaciones son menos primitivas. Cualquier padre que se preocupe por inculcar en sus hijos enseñanzas básicas para la vida civilizada- y no me refiero a doctrinas religiosas sino a principios elementales de la vida civil tal como la importancia de actuar con mesura y evitar los excesos, de respetar al prójimo, de controlar las emociones salvajes y tomar decisiones basadas en el criterio de la razón, de ejercer la tolerancia, de no actuar siempre de acuerdo a los mezquinos y egoístas impulsos que empujan al ser humano a satisfacerse a si mismo y aprovecharse de los demás- se ve enfrentado a una serie de obstáculos aparentemente insuperables.

En el primer lugar contradice todos estos valores el incesante mensaje que transmite la abrumadora maquinaria de los medios de comunicación masiva, aquel encantador de serpientes que en vivo y en directo nos seduce al convencernos que la felicidad consiste en satisfacer nuestros apetitos más viles- los consumidores y carnales- a cualquier costo. En la «edad de la comunicación» en la cual nos encontramos es casi imposible escapar el sempiterno bombardeo propagandístico que intenta taladrar en nuestra conciencia la idea de que somos seres insignificantes a menos de que poseamos una inmensidad de productos banales y de fabricada importancia: suntuosa ropa de marca, autos convertibles y de pujante motor, monstruosas casas nuevas y lujosas, televisores planos y con más canales que los días del año, neveras tan grandes que se dan para los propósitos de una pequeña morgue, lavadoras y secadoras de turbinas semi-nucleares, teléfonos celulares que actúan a la vez como computador, fax, discoteca y oficina entera, licores chic y artículos de belleza promovidos por voluptuosas modelos escandinavas, pastillas para corregir la disfunción eréctil o para adelgazar docenas de kilos a la vez, hasta operaciones que convierten una calva en una exuberante mata de pelo, que incrementan el tamaño de los senos y enderezan las narices, brindándonos instantáneamente el «sex appeal» que nos permitirá procrear con parejas de olímpica hermosura o de músculos herculanos.

La inevitable intrusión de los medios dentro de la vida familiar y privada conduce al enorme problema de la falta de modelos verdaderos, y por modelos no me refiero a las raquíticas jovencitas de pómulos altos y cara dulce que se pasean transeúntes por pasarelas europeas, muchas veces vistiendo prendas horripilantes, sino a hombres y mujeres que nos presentan un ejemplo digno el cual emular, que nos ayudan a guiar nuestras vidas para llenarlas de significado y de satisfacción personal duradera. Pues, ¿qué grado de satisfacción consigo mismo podemos esperar que logre un joven cuando es convencido desde la más temprana edad que debe aspirar a vivir como una celebridad, es decir, a seguir los más superficiales parámetros para poder llevar a cabo el inútil intento de gratificar los insaciables deseos materiales y sexuales del hombre? A este joven lo único que le espera es una larga persecución de sombras, una serie de frustraciones al esfumársele de sus manos el placer que persiguió sin discriminación alguna apenas lo atiene. Como el dios del sol en sus andanzas por los bosques griegos, correrá en vano tras ninfas pero sin atrapar laureles, y su descontento se deberá en gran parte a la ausencia de un modelo digno el cual seguir.

En parte se debe este problema a la desintegración de la familia o a la constante ausencia de los padres, los cuales se ven obligados a trabajar más horas no tanto por la inflexibilidad de las leyes laborales sino por las crecientes expectativas de lo que constituye «el buen vivir.» En su soledad, los niños acuden a los medios, convirtiéndose en ingenuas víctimas de un complejo sistema de manipulación que busca atraparlos desde la más precoz infancia. Pero directamente relacionado a esto está el declive de la educación clásica, la cual ha cedido a la “educación” comercial, así que la mayoría de los colegios y las universidades no solo se han desentendido de la responsabilidad de enseñar latín y griego, sino que también han desdeñado otros aspectos esenciales de la vieja pedagogía.

Uno de estos es la enseñanza de la historia, y no solo aquella cuyo fin es brindarle al alumno un sentido básico del curso de la civilización occidental, sentido del cual hoy carecen la mayoría de los estudiantes, sino la que se encarga de presentar las vidas de las grandes figuras del pasado. Los héroes históricos desvelan ante nosotros la cúspide del logro humano, y por lo tanto nos inspiran a alcanzarlo o al menos a hacer el intento. Si analizamos los atributos y los defectos de aquellos que han dejado su marca sobre el transcurso de los siglos, podemos escoger como inculcar en nosotros mismos sus aspectos positivos mientras descartamos lo despreciable, y precisamente en esto reside el inestimable valor de la historia. En este sentido, uno de los libros cuyo desdén más daño causa es Las vidas de Plutarco, el cual en Latinoamérica es virtualmente desconocido, mientras que las pocas universidades de EEU o de Europa que lo toman en cuenta lo analizan detalladamente pero únicamente en busca de su veracidad histórica o la falta de aquella, más no por su aspecto ético o didáctico.

Otra enseñanza de los clásicos que es ignorada la constituyen las más básicas premisas del pensamiento de Platón, de Aristóteles y de los estoicos, filósofos que, pese a sus diferencias, estaban de acuerdo acerca de un punto básico: que el hombre es superior a las bestias únicamente en cuanto a su capacidad de usar la razón, así que este es verdaderamente humano al grado que sepa utilizar su raciocinio para dominar sus apetitos y resistir el ser dominado por ellos. El cristianismo adoptó de su propia manera esta idea, así que permaneció relevante por siglos incluso cuando la filosofía antigua dejó de cobrar importancia en occidente, pero la educación moderna y secular, aunque nacida de la Ilustración y por lo tanto de la razón, se ha concentrado excesivamente en lo científico, en lo pragmático y en lo comercial con el propósito de preparar a los alumnos para sobrevivir en la concurrida economía globalizada, con la desastrosa consecuencia que ha desdeñado los anhelos del alma y ha abandonado el inmortal intento de responder las grandes preguntas que presenta la condición humana.

Pero si uno de los propósitos esenciales de la educación en el pasado era el intento de presentarnos a los héroes y de enseñarnos a moderar nuestros apetitos animales, hemos llegado a la única época de la historia en la cual es posible coleccionar una serie de títulos académicos, inclusive de las mejores universidades, sin recibir educación alguna. Un joven como el que ya hemos descrito probablemente no es ignorante, sino que, al contrario, vive en las tinieblas pese al haber estudiado por años, y hasta tendrá varios diplomas de educación secundaria.

Vivimos, pues, en lo que el escritor inglés Evelyn Waugh llamó la Edad de Hooper, nombre del personaje de Retorno a Brideshead que, aunque había derramado lagrimas como niño, tal como el narrador, nunca lo había hecho por «el discurso del Rey Henrique en el Día de San Crispín, o por el epitafio en Termópilas,» pues «la historia que le habían enseñado contenía pocas batallas pero sí profusos detalles acerca de legislación progresiva y recientes avances industriales. Galipoli, Balaclava, Quebec, Lepanto, Bannockburn, Roncelaves y Maratón- estas, y las batallas de occidente donde cayó el Rey Arturo, y cientos de otros nombres» que solían inspirar a los alumnos «con la claridad y la fuerza de la niñez, eran palabras vacías que se pronunciaban en vano frente a Hoooper,» un hombre al cual «nadie podía asignar con confianza el más simple deber,» pero que sin embargo «estimaba excesivamente la eficiencia basado en su escasa experiencia comercial.» El opuesto a un hombre como tal lo representa John Churchill, Duque de Marlborough, héroe de la Guerra de Suceción Española y ancestro del primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial. Pese a haber crecido en la penuria por las pérdidas que sufrió su familia durante la guerra civil inglesa, por lo cual nunca completó estudios formales, Marlborough dijo en toda su gloria que había recibido una educación de primer nivel y que había aprendido todo lo que un hombre necesita saber acerca de la política al leer las obras de Shakespeare. En cuanto a nosotros, solo porque vivimos en la era del internet no deja de ser cierto que los grandes libros, aquellos escritos por los pensadores cuyas ideas no ha podido marchitar el cruel paso del tiempo, nos dirigen hacia las elementales verdades de la vida y que por ende corremos un gran peligro al ignorarlos.

La esencia del problema es que cuando la reflexión acerca del bien cede a la imperiosa urgencia de producir, dejan de existir límites y demarcaciones. Si la sociedad decide que la meta primordial del ser humano no es actuar dignamente o dedicarse a una causa noble, sino simplemente enriquecerse, muy pronto el ser celebrado- la celebridad- es aquel que ha obtenido la meta sin importar como ha llevado a cabo la hazaña. Puede que se admire la riqueza pródiga de un inventor de productos tecnológicos, pero también se elogia la enorme fortuna de alguien que se dedica a algo tan repugnante como la producción de «música» reggaetón, un género que no solo atropella la lengua castellana, sino que incita a la violencia, al sexo indiscriminado y a la degradación de las mujeres. Pero esto último no lo discierne un joven que solo ve a un Daddy Yankee glorificado, colmado de laureles y premiado con millonarios contratos por grandes compañías, como si algo positivo le aportase su música a la sociedad (aunque aparentemente este «artista» es también un filántropo, lo cual sugiere que es consciente del daño que causa y que busca enmendarlo). Y en este fenómeno no solo se vislumbra la influencia de la derecha ultra capitalista y su insistencia en la santidad del mercado, (el cual no nos brinda únicamente horrores como la vulgarización extrema de la música, pues tenemos que defender el sistema en cuanto a los innumerables beneficios que nos trae, desde los avances de la medicina hasta la oportunidad de escapar de la pobreza), pues también se percibe el actuar de la izquierda radical, la cual en su violenta arremetida contra los valores burgueses establecidos, aquellos que de algún modo mitigaban los aspectos más bárbaros del capitalismo, desbocó las túrbidas aguas de las pasiones humanas al lanzar su revolución sexual, derrumbando instituciones y transgrediendo una serie de límites «cuya eficacia y fecundidad habían demostrado los siglos,» para de nuevo citar a Ortega y Gasset.

Empecemos a concluir esta sección al afirmar que la cultura popular que nos rodea se basa en la unión de los peores elementos de la derecha capitalista y la izquierda revolucionaria, y que una de las trágicas consecuencias de esta agregación es la carencia de hombres y mujeres ejemplares. La pregunta que surge es si existen otras esferas donde podemos buscar un ejemplo. En el mundo antiguo, el ejemplo a seguir era el de los grandes hombres, los estadistas y políticos que actuaban como líderes de la sociedad. A esto se debe el hecho que Plutarco haya dedicado gran parte de su vida a escribir las biografías de los más famosos estadistas griegos y romanos. Tal como explica en su Vida de Pericles, por mucho que impresionaba al griego antiguo la radiante belleza de la estatua de Jupiter en Pisa o la brillante técnica de otras obras maestras de arte o literarias, no por eso deseaba ser un Fidias, un Anacreón o un Arquíloco, pues el hecho que una obra nos complazca no significa que «merezca nuestra admiración,» y tales cosas no benefician al que las mira, si al mirarlas no lo mueve un impulso que lo conduce a imitarlas. «Pero la virtud,» continúa, «con la sola declaración de sus acciones, puede influenciar las mentes de los hombres para crear a la misma vez la admiración por las hazañas completadas y el deseo de imitar a aquellos que las han llevado a cabo.» Por ejemplo, un joven Temístocles, futuro héroe de la Batalla de Salaminia, no podía dormir por las noches al pensar en la gloria que había ganado Milcíades gracias a su actuación en la Batalla de Maratón. Para Plutarco, esto demuestra que «el bien moral es un estímulo práctico.» Pero, nosotros los latinoamericanos, ¿qué estímulo encontramos al exponer a nuestros políticos al menor escrutinio? Este es el tema de la segunda parte de este ensayo.

D Raisbeck

addendum: el que se interese por el punto de vista presentado en este ensayo haría bien en leer la obra maestra de Allan Bloom, The Closing of the American Mind, o Who Killed Homer?, por Victor Davis Hanson

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Alvaro Uribe: ¿Nuestro FDR?

Estimado Presidente Uribe,

Los logros de su gobierno han reinstaurado la confianza y la esperanza en el país y despiertan entre la gran mayoría de los colombianos muchas ganas de respaldar su segunda reelección. Sin embargo, para muchos que creemos en la libertad, la democracia y en el estado de derecho, es difícil conciliar esos sentimientos con nuestros principios. ¿Me pregunto si estudiando el caso de Franklin Delano Roosevelet podemos justificar el recreo momentáneo de nuestra razón sin caer en la hipocresía?

En los Estados Unidos la constitución originalmente no prohibía ni limitaba la reelección. Sin embargo, el límite de dos periodos presidenciales había sido una costumbre con fortaleza de ley desde que George Washington rechazó una posible presidencia vitalicia e inesperadamente abandonó el cargo de forma voluntaria tras su segundo mandato. Roosevelt, ampliamente reconocido como uno de los mejores Presidentes Americanos, fue el primero en romper esa regla al gobernar por cuatro periodos consecutivos.

Tras dirigir el estado de Nueva York, Roosevelt apareció como un sorpresivo candidato presidencial durante la gran depresión económica de los años treinta. Como usted, prometió restaurar en el país la tranquilidad perdida. Fue elegido con el 57% del voto popular y gobernó con pantalones, retornándole la seguridad y la esperanza a sus agobiados compatriotas empleando políticas enérgicas para sacar al país adelante.

Cansado de que la Corte Suprema empleara el activismo judicial para fallar en contra de sus políticas económicas, Roosevelt se les enfrentó. En una alocución nacional describió al estado como una carroza halada por tres yeguas, dos de las cuales (la ejecutiva y la legislativa) halaban en conjunto mientras la tercera se convertía en una carga. La corte, consciente de la gran popularidad del primer mandatario, fue sabia y cedió para preservar su legitimidad institucional a largo plazo. Roosevelt fue reelegido con más de 60% del voto y gozó de gran apoyo popular durante su segundo mandato. Al terminar aseguró que no se lanzaría de nuevo al menos de que el pueblo lo pidiera, lo cual obviamente sucedió.

A primera vista, los paralelos históricos parecen sustentar el ímpetu del pueblo colombiano por respaldar un tercer mandato. Sin embargo, al estudiar mas a fondo la coyuntura que llevó a la segunda reelección de Roosevelt, es evidente que los principios democráticos salen reivindicados sobreponiéndose a las pasiones que a veces inhiben nuestro uso de razón.

La tercera elección de Roosevelt se dio justo cuando se desataba la segunda guerra mundial y el pueblo estadounidense sacrificó sus principios democráticos y el valor de la libertad individual, sin irrespetar su constitución, para salvaguardar la libertad del mundo entero. Sin embargo, al derrotar a los Nazis, la encarnación misma del peligro de la autocracia, cayeron en cuenta que debían afianzar en su constitución la regla que limita los periodos presidenciales a dos.

La guerra mas sangrienta de la historia y el episodio mas oscuro de la humanidad confirmó la necesidad de difundir la libertad, la justicia y la democracia por el mundo entero para que nunca se repitieran tiranías autócratas justificadas por la supuesta voluntad de pueblos incitados por emociones fogosas. Sobre estos principios se fundó la Organización de las Naciones Unidas y en su defensa me opongo rotundamente a su segunda reelección.

Presidente Uribe, usted que nos ha liberado de las cadenas del temor, debe seguir el ejemplo de George Washington y no los pasos de Franklin D. Roosevelt. En Colombia no hay guerra mundial, ni hecatombe alguna, que excuse un tercer mandato. No caiga en vanidad y reconozca que su postura frente a los grupos armados, tan impopulares y rechazados por nuestro pueblo, es la verdadera cuna de su apoyo popular. Por lo tanto, tenga fe en su gente y confíe en que en su ausencia elegiremos un candidato capaz de seguir su ejemplo industrioso.

No someta nuestra democracia a los clamores de un pueblo exaltado por el prospecto de finiquitar, de una vez por todas, la fuente de años de sufrimiento. Éste, encandelillado por la luz que aparece al otro lado del túnel, necesita que usted lo lleve de la mano hacia un futuro que preserve la tradición democrática mas ejemplar de nuestro continente.

Dele ejemplo a la región y sirva como punto de referencia para que nuestros pueblos hermanos puedan, con el paso del tiempo, distinguir a los líderes verdaderos, capaces de tomar la decisión correcta y de respetar la democracia, de los demagogos populistas que se aprovechan de la desdicha ajena para servir sus propios intereses. No le de legitimidad a esa rancia retórica que hoy busca consolidar la expansión de movimientos autoritarios en América Latina y desactive la tensión que podría encender un conflicto bélico en nuestro continente.

No someta a nuestros hijos a la posibilidad de que en un futuro, otro gobernante con menos criterio y capacidad, deshaga nuestro país o pisotee las libertades individuales por las que nuestros antepasados dieron la vida. Ayude a sanar la polarización de nuestro pueblo y estabilice a la región. Reconozca que de perpetuarse en el poder, usted brindaría una nueva raison d’etre para la guerrilla colombiana e irónicamente obstaculizaría la continuidad y el exito de su política de seguridad democrática. No pierda de vista que su segunda reelección podrá reponer la legitimidad internacional que las FARC han perdido durante los últimos seis años al ser expuestos por su gobierno como los crueles narcoterroristas que son.

Afiance la confianza inversionista en el país respetedando la estabilidad de las reglas. Resista la tentación de utilizar su gran apoyo popular para aprobar una segunda reelección y demuestre el valor de su palabra fortaleciendo las instituciones del estado en lo que resta de su mandato para después, hacerse a un lado, encomendando las riendas a una nueva generación de líderes. No expanda de nuevo el poder ejecutivo dentro del marco constitucional existente, pues solo debilitará aún más a la rama legislativa, ya tan desprestigiada por la mayoria de su bancada.

No utilice su altísima tasa de aprobación para atacar a la rama judicial, entidad independiente de la política y encomendada con la enorme tarea de garantizar el cumplimiento de la ley y de nuestra constitución. Sería un error someter a las minorías más vulnerables, incapaces de defenderse mediante el proceso político, a la voluntad de las masas, pues el Frente Nacional nos enseño que las lombrices marginalizadas pueden rápidamente convertirse en culebras venenosas.

Sin comprometer la seguridad, empiece a moderar su tono y utilice su gran popularidad para invitar a los colombianos a participar en un dialogo pluralista de reconciliación y en el proceso democrático. Aproveche esta gran oportunidad para fortalecer nuestras instituciones, dando ejemplo para reinstaurar la confianza del pueblo en la democracia. En tiempos de fluctuación política en la región, es necesario resptear las libertades fundamentales de nuestro pueblo y abandonar retoricas recicladas que carecen de relevancia en el cambiante orden mundial.

Presidente Uribe, espero que como Washington, usted pase a la historia como aquel que forjó en hierro la tradición democrática de nuestra patria y una cultura politica basada en el respeto al estado de derecho y al debido proceso, y no como otro mandatario neogranadino más que al pretender liberar al pueblo de la opresión termino sometiéndolo a la autocracia, justo como lo intento Bolívar en el invierno de su vida.

Atentamente,

Camilo De Guzmán Uribe

La rebelión de las masas latinoamericanas

Según Mario Vargas Llosa, si el filósofo español José Ortega y Gasset hubiese nacido al norte de los Pirineos, «sería hoy tan conocido y tan leído como lo fue Sartre,» mientras si hubiese sido inglés, «sería otro Bertrand Russell.» El hecho que Ortega y Gasset no sea considerado uno de los grandes pensadores del siglo pasado comúnmente, nos explica Vargas Llosa, se debe a que su vida transcurrió en un momento en el cual la cultura española “andaba por los sótanos de las consideradas grandes culturas modernas.» Pero pese a su relativa anonimia, el pensamiento político de Ortega y Gasset constituye una de las más convincentes justificaciones del liberalismo alguna vez formuladas, y sus ideas resultan especialmente perspicaces si se tiene en cuenta que, durante las décadas de los veintes y los treinta, el autor advirtió acerca de los peligros no solo del fascismo y del bolchevismo, sino también del pacifismo británico. Hoy en día, La rebelión de las masas, quizá su magnum opus, sigue siendo una relevante defensa de la democracia liberal frente a una serie de fenómenos que la amenazan sin cesar: el autoritarismo dictatorial, el populismo extremista, la intransigencia de los revolucionarios, la intolerancia en contra de las minorías y los grupos de oposición, la exorbitante expansión burocrática, el militarismo desenfrenado, el deterioro del estado de derecho. Aunque la obra no discute a Latinoamérica en detalle, no deja de ser deslumbrante para cualquiera que se alarme por la precaria situación política que vive actualmente la región, no solo porque describe el desgaste de las instituciones liberales que se ve en muchos de nuestros países, sino también porque presenta su vigorosa defensa del liberalismo usando la lengua de Cervantes.

Antes de discutir la relevancia de La rebelión de las masas a la América Latina actual es necesario describir la filosofía política que el autor presenta en la obra. Su teoría principal es que la sociedad humana se divide entre dos grupos, las minorías y las masas. Según Ortega y Gasset, las minorías son los «individuos o grupos de individuos especialmente cualificados,» mientras que las masas son el opuesto, es decir, «el conjunto de personas no especialmente cualificadas.» Sin embargo, esto no significa que las masas simplemente equivalgan las clases bajas o no privilegiadas, o la cantidad de individuos sin títulos académicos, oficiales o de nobleza, pues «dentro de cada clase social,» inclusive las más altas, «hay masa y minoría auténtica.»

Definidos individualmente, el hombre excelente, aquel que «constituye una minoría selecta,» es «aquel que se exige más que los demás,» el que acumula sobre si mismo «dificultades y deberes,» mientras que el hombre de masa es el «hombre medio,» aquel que «no se diferencia de los otros sino que se repite en si un tipo genérico» y por ende se convierte en «muchedumbre.» Masa, nos dice Ortega y Gasset, es todo aquel «que no se valora a si mismo- en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente ‘como todo el mundo,’ y sin embargo no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás.»

Escribiendo en la Europa de los años veinte, Ortega y Gasset consideraba que el fenómeno social predominante de la época moderna, aquel que propiamente la definía, era «el imperio político de las masas,» algo llevado a cabo por las más recientes «innovaciones políticas.» En ese sentido, Ortega y Gasset se refería al sustancial poderío que había acumulado el hombre medio gracias a los avances políticos e industriales del siglo XIX, pero también a la crisis de la democracia liberal tras la Primera Guerra Mundial y al consecuente surgimiento de movimientos extremistas tanto de derecha como de izquierda, es decir, fascismo y bolchevismo. Para Ortega y Gasset, existía una relación directa entre ambos fenómenos, el surgimiento astronómico del hombre masa y la crisis que atravesaba el sistema liberal, el cual él consideraba el máximo logro político del hombre.

La superioridad que Ortega y Gasset le asigna a la democracia liberal se basa en su concepto de la cultura, la cual según él tiene sus orígenes en las normas, pues «no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan recurrir,» ni donde no hay «principios de legalidad civil a que apelar.» El opuesto de la cultura es la barbarie, un estado caótico caracterizado por la «ausencia de normas y de posible apelación.»

Dada su definición de la cultura, Ortega y Gasset admira la democracia liberal pues esta vive «templada por una abundante dosis de liberalismo,» es decir, de «convivencia legal» y «de entusiasmo por la ley» y por las normas. Solo bajo el amparo del liberalismo o de la convivencia legal existe un estado avanzado de civilización, pues esta es, «ante nada, voluntad de convivencia,» y existe solo donde haya complicación, donde la sociedad no funciona de acuerdo a la acción directa de la masa o de las mayorías sino de acuerdo a «trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia, razón…» El actuar en la vida pública dentro de estos parámetros constituye la «acción indirecta,» el acto político característico del liberalismo, el sistema donde la ley impera y es respetada. Por lo tanto, la democracia liberal, la civilización y la ley son sinónimos, y la vida política civilizada y liberal se caracteriza por la acción indirecta y por el respeto a las minorías.

Para Ortega y Gasset, el respeto a las minorías es el atributo principal de la democracia liberal, aquel que esta trae al foro político por primera vez en la historia. Estrictamente, el autor define este respeto como aquel «principio de derecho político según el cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a si mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los fuertes, como las mayorías.» Por ende, el autor define al liberalismo como «la decisión de convivir con el enemigo, más aun, con el enemigo débil,» y por lo tanto lo llama «la suprema generosidad,» «el más noble grito que ha sonado en el planeta.»

Pero mientras el liberalismo, la forma más avanzada de civilización, equivale la ley y se expresa por medio de la costumbre de actuar de una manera indirecta, el opuesto es un sistema donde la mayoría actúa sin respeto alguno por la ley ni por las normas, donde la masa no tolera minorías y ejerce su poder por medio de la acción directa. «Se es incivil y bárbaro,» nos dice Ortega y Gasset, «en la medida en que no se cuente con los demás,» pues «la barbarie es tendencia a la disociación.» Y cuando se pasa de la democracia liberal a la «hiperdemocracia,» donde «la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos,» no respetando las normas ni las minorías, se retrocede a la barbarie.
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Analicemos, entonces, los sucesos políticos que se están dando en América Latina teniendo en cuenta el pensamiento de Ortega y Gasset, tarea complicada dado que nuestra región nunca ha sido civilizada si aceptamos la definición del autor. Sin embargo, hoy el caso más obvio del atropello al liberalismo se da en Venezuela, la cual está presidida por un hombre cuyo inicio en la política se dio por medio de la expresión más obvia de la acción directa, el golpe de estado. El señor Chávez, quien luego llegó al poder legítimamente, ha agitado a la mayoría desde el inicio de su mandato con el fin de desmantelar el poco liberalismo que existía en su país, violando cuanta norma establecida había en su camino hasta que logró empalmarse a cada una de las ramas del estado, ejecutivo, judicial, legislativo. Como cada cual cosecha lo que siembra (quod severis metes), enfrentó él mismo un coup d’état, pero, cuando lo sobrevivió, tildó el acto como desleal, como un choque a la democracia, tal vez olvidando sus orígenes golpistas, tal vez desvelando una infantil hipocresía. Poco después recurrió de nuevo a la acción directa para consolidar su mandato, esta vez por medio del referendo, aquel prototipo de la hiperdemocracia, el cual ganó gracias a su usual demagogia y agitación de la masa. Luego creó unas condiciones electorales tan fraudulentas que la oposición decidió no acudir a las elecciones parlamentarias (un acto erróneo, sin duda), pero como esto no bastó para asegurar que se pudiera quedar en el poder indefinidamente con al menos un velo de legitimidad, Chávez recurrió una vez más al referendo, en el cual fue derrotado, hecho que reconoció solo con reticencia, poco después calificando la victoria de la oposición con una tosquedad callejera. Ahora, consciente de que no puede contar con más triunfos en las urnas y enfrentando una nueva elección, deja atrás cualquier calumniosa pretensión de demócrata que antes había asumido e invalida a cientos de candidatos de la oposición por medio de la trampa.

Pero, ?qué más se puede concluir acerca de todo este espectáculo salvo que en Venezuela no hay respeto alguno a la oposición, que quedan pocas normas que Chávez y sus seguidores no hayan ultrajado, que se ha visto el desgaste total de lo poco que en ese país había de civilizado? ?Qué más decir salvo que en Venezuela se ha descendido a la barbarie? Se percibe este vertiginoso descenso al caos al ver que los chavistas, bárbaros para quienes resulta imposible negar el hecho de que su proyecto político se basa en la violación de las normas, intentan justificar sus acciones repitiendo, en un despreciable coro, los elogios de su comandante a su revolución. Es decir, los chavistas justifican la violación de toda norma en Venezuela diciendo que estos son actos revolucionarios. Esto, sin embargo, resulta insólito, pues la revolución jamás se justifica a si misma, ni es en si algo elogiable ni duradero solo por ser revolución.

Pero con respecto a la calumnia inherente de los revolucionarios también nos ilumina Ortega y Gasset, quien escribe que «la revolución no es la sublevación contra el orden preexistente, sino la implantación de un nuevo orden que tergiversa el tradicional.» Teniendo esto en cuenta, se puede concluir que una revolución es loable, si es que esto es posible, siempre y cuando establezca el orden, las normas, la civilización, es decir, apenas deja de ser revolución. Pero a la vez es despreciable la revolución que, como la chavista, hace lo opuesto, es decir, acabar con un orden existente sin luego establecer normas, sin instituir trámites, justicia, razón. La revolución de Chávez por lo tanto refuta la definición de Ortega y Gasset, pues se subleva contra el orden preexistente y no instituye un nuevo orden, sino que preside sobre el caos.

Más insólito aun resulta el hecho que la revolución bolivariana pretende ser un movimiento socialista, algo que desvela instantáneamente su carácter de movimiento de masa liderado por hombres mediocres, pues estos se caracterizan, según Ortega y Gasset, por la falta del sentido histórico, por ser «extemporáneos y sin larga memoria.» Y es precisamente la falta de conciencia histórica de los líderes revolucionarios lo que asegura el eventual fracaso de sus proyectos, pues no les permite vislumbrar el hecho que cada revolución es, «en su forma, idéntica a todas las que antes ha habido,» y que estas «no se corrigen lo mas mínimo de los defectos y errores de las antiguas.» Como dijo Otto von Bismarck, «los tontos dicen que aprenden de la experiencia, pero yo prefiero beneficiarme de la experiencia ajena.» Este comentario refleja la filosofía de Ortega y Gasset, quien escribe que para el avance de una civilización, es menester «tener mucho pasado a su espalda, mucha experiencia; en suma, historia,» pues «el saber histórico es una técnica de primer orden para conservar y continuar una civilización provecta.» Los líderes de la revolución bolivariana, sin embargo, no tienen en cuenta o escogen ignorar que a principios del siglo XX hubo un “nuevo” intento revolucionario de política, el bolchevismo, que fracasó por ser un «claro ejemplo de regresión sustancial,» por «la manera anti-histórica, anacrónica, con que trató su parte de razón.»

Esta calificación es válida y se aplica no solo al fracaso del bolchevismo sino también al del fascismo, porque inclusive cuando surgían estos movimientos los hombres con sentido histórico pudieron reconocer que fracasarían, o por lo menos que era el deber del mundo civilizado ver que fracasaran, pues existe una «cronología vital inexorable» y el pasado tiene su propia razón, lo cual significa que no hay movimiento antiliberal que pueda suceder al liberalismo, pues este sucede lo antiliberal. Es decir, tras el triunfo abrumador del liberalismo en el siglo XIX, es posible superarlo, pero solo conservando su esencia liberal. El chavismo, por lo tanto, no es más que un retroceso, pues ignora, o escoge ignorar, que el bolchevismo produjo más que todo calamidades y que sucumbió sin gloria alguna, gastado, descompuesto y corrompido internamente por el mismo cáncer que lo engendró.

Por eso se equivoca Chávez al proclamar, adulando a Fidel Castro, que sus seguidores deben escoger entre “socialismo o muerte,” lo cual es un non sequitur: no puede existir una opción entre el socialismo o la muerte cuando el socialismo es un experimento fracasado y, por lo tanto, muerto. Mejor sería si incitase a las masas diciéndoles la verdad, que el socialismo es muerte, porque así los desdichados al menos sabrían a qué se están adhiriendo. Y esto lo muestra claramente el ejemplo de Cuba, donde el bolchevismo no pudo crear un paraíso terrenal, sino más bien un gulag tropical. Pero esta realidad no les interesa a los comandantes revolucionarios que hoy exaltan a Cuba y la toman como modelo, tapando el sol con la mano al no querer ver a ese desafortunado país por lo que es, una desastrosa mezcla entre la república bananera y el bolchevismo, trágica combinación. Y no se tenga duda que es hacia Cuba donde dirigen estos comandantes sus revoluciones. Pero ?se les puede culpar? Acaso, ?qué hombre medio no quiere ser llevado a aquella isla de playas paradisiacas? El problema lo discierne solo el viajero experimentado, a quien no le interesa terminar como los infelices sujetos de los Castro, sin salida de aquel tórrido retroceso revolucionario. Advierte este individuo de sentido agudo las palabras de Ortega y Gasset: “el retroceso a la barbarie es el retroceso a la ingenuidad y primitivismo de quien no tiene u olvida su pasado.”

Pero el caso más vulgar del abuso de los chavistas hacia la historia es su macabra manipulación de la figura de Bolívar, al cual retratan como si alguna simpatía hubiese tenido aquel liberal clásico formado por las ideas de la Ilustración europea por un marxismo todavía inexistente en su época. Aunque sea verdad que el Libertador advirtió acerca del surgimiento de EEU y la amenaza que esto constituía para las repúblicas emergentes suramericanas, Bolívar no manipulaba el mito del imperio maligno, culpándolo de todos los fracasos latinoamericanos para trastornar a un pueblo ignorante y avanzar una política retrógrada y desastrosa. Y es también en esto que Chávez se delata como hombre masa, pues el hombre selecto asume la responsabilidad de sus éxitos y sus fracasos, el hombre medio, que más que todo tiene fallas, siempre encuentra la manera de excusarse culpando a los demás. Pero Bolívar era un hombre selecto, y por lo tanto asumía los reveses con estoicismo, aquel santuario al que han acudido los hombres nobles tras sus reveses a través de la historia. Fiel a los principios liberales, Bolívar dedicó su vida a establecer el sistema político que Chávez ahora está saboteando. Si en algo se pareció el libertador al comandante Chávez fue en la proclividad por el caudillismo que demostró particularmente en sus últimos días, es decir, en la traición a las ideas de independencia y liberalismo por las cuales luchó con tanta gloria.

Otro aspecto del proyecto chavista que lo caracteriza como movimiento de masa es la burocratización exorbitante con el cual el estado ahoga todo lo que antiguamente era independiente de él. La constante nacionalización de empresas, sobre todo en los sectores claves, naturalmente implica el crecimiento descomunal del estado en cuanto este va entrometiéndose donde antes reinaba la empresa privada y el mercado libre. El peligro de este proceso nos lo advierte Ortega y Gasset, quien dice que «la burocratización de la vida produce su mengua absoluta en todos los órdenes,» pues cuando el Estado, el medio por el cual se expresa el hombre masa, se extiende sin límite, «aplasta con él toda minoría creadora que lo perturbe.» Sin duda, esto trae consecuencias desastrosas para la vida económica de un país, pero resulta especialmente preocupante cuando el estado se arrolla no solo la industria sino también los medios de comunicación, pues así comienza a arrasar con el discurso libre y con las ideas, algo que conduce a la censura del punto de vista opositor y minoritario.

Pero el estado chavista, en su condición de gobierno de «masa homogénea» y amotinada, la cual «pesa sobre el Poder publico y aplasta, aniquila todo grupo opositor,» pretende que el punto de vista minoritario no exista, y para cumplir su meta se ha entrometido sin reserva dentro del mundo pedagógico, no solo impregnando las escuelas públicas con propaganda revolucionaria de una manera tan agresiva que enorgullecería tanto a líderes nazis como soviéticos, sino también irrumpiendo dentro de la educación privada. Todo esto constituye un proceso cuyo fin es que toda área donde puede florecer la libertad de pensamiento y de expresión sea bombardeada por la propaganda estatal y luego expuesta al paso arrollador del aparato burocrático del estado.

En segunda potencia, dice Ortega y Gasset, «la burocratización del estado es la militarización de la sociedad,» un fenómeno alarmante que al igual se ve en la Venezuela chavista. Como jefe de estado, Chávez naturalmente ejerce control sobre las fuerzas armadas venezolanas, pero el comandante ha usufructuado la autoridad de su posición al otorgar posiciones civiles de importancia a militares leales al gobierno, algo que claramente viola el concepto básico del liberalismo según el cual el gobierno civil controla al ejército y no viceversa. Dentro del estado liberal, las fuerzas armadas son un ente sujeto al estado, no un ente que controla al estado, y por lo tanto resulta peligroso el subvertir esta dinámica.

Pero más peligroso aun es la militarización de la ciudadanía, fenómeno que también se percibe en Venezuela, pues como siempre existe la posibilidad de que un oficial golpista tumbe al gobierno, tal como lo intentó el mismo Chávez en el 92, el comandante, no sintiéndose seguro en el poder pese a su control sobre la estructura militar del estado, tomó el insólito acto de crear una milicia personal, una colectividad- ilegal bajo cualquier punto de vista- de ciudadanos armados y leales únicamente al presidente y a su revolución. Aunque Chávez anuncia que el propósito de esta fuerza es repeler una invasión yanqui, que según él es inminente, la institución de estas milicias personales constituye una flagrante violación del concepto de la separación entre la sociedad civil y la militar, un fenómeno que puede conducir al más tenebroso uso de la acción directa, la violencia física en contra de cualquier minoría que se oponga al gobierno. (Para cualquiera que se haya tomado la molestia de estudiar la historia greco-romana, este hecho desnuda el verdadero carácter del régimen chavista, pues recordará que el primer paso que tomaban los tiranos que, como Pisístrato en Atenas, se establecían sobre una polis griega era desarmar a los ciudadanos y crear un ejército personal; de un proceso similar surgió luego la guardia pretoriana, ejército personal de los emperadores romanos.) Este proceso, nos diría Ortega y Gasset, es un ejemplo de como la masa, que como tal se siente estado, se convierte en el estado, y en este caso «su aparato bélico,» la cual es su urgencia mayor. Esta evidente militarización de la sociedad venezolana resultaría menos preocupante si el descomunal precio del petróleo no le permitiese al comandante Chávez controlar una fuente de ingresos casi ilimitada, recursos con los cuales ha podido armar su revolución hasta los dientes, aprovechando la voluntad de países como Rusia, aquel arquetipo de la paz a través de la historia según Chávez, y, tristemente, España, de venderle las armas que apetezca.

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Como Venezuela representa la instancia más visible de la rebelión de las masas que está sacudiendo a América Latina, no es necesario entrar en detalles acerca de los atropellos a la legalidad que cometen los gobiernos de países como Ecuador, Nicaragua y Bolivia, es decir, los satélites del bloque chavista. Pero resulta útil mencionar que el primer mandatario de Bolivia admitió hace poco que las normas establecidas en su país son inconsecuentes si constituyen un obstáculo para su proyecto de gobierno, pues cuando alguno de sus abogados le informa que está a punto de cometer un acto ilegal, él le ordena que altere la ley para que su acción sea legítima, pues para eso al fin y al cabo su súbdito es versado en el derecho. Lo interesante resulta que este presidente ha basado su gestión en revivir la gloria de la cultura indígena de su país, violada y explotada durante siglos por españoles, yanquis, multinacionales europeas y otros buitres imperialistas cuya intención única ha sido abrirle las venas a Bolivia y al resto de América Latina, chupar su sangre y dejarla consumida y macilenta. Pero si aceptamos la definición de Ortega y Gasset de la cultura, cuyos principios son las normas, la legalidad civil y la posibilidad de apelación, nos vemos obligados a declarar que el proyecto de gobierno del Señor Evo Morales no puede constituir un esfuerzo por fortalecer cultura alguna. Al contrario, en su pleno desarrollo la política de Morales, basada en el capricho arbitrario del presidente en contra de toda ley establecida, tendría que ser descrita como el retorno a la barbarie. Desde este punto de vista, los verdaderos promotores de la cultura y la civilización en Bolivia serían los “opresores” europeos, quienes por lo menos hicieron un intento quijotesco por introducir la ley y el orden- por medio de un código civil- en aquel rincón andino.

En esto estaría de acuerdo con nosotros Ortega y Gasset, pues él ya conocía el fenómeno que se expresa por medio de charlatanes como Morales y su capitán Hugo Chávez, quienes pese a que proclamen que representan un cambio, no pueden dejar de ser hombre masa- acordémonos que este es aquel que «no se diferencia de los otros sino que se repite en si un tipo genérico»- y el prototipo que ellos representan es el del colorido dictador tercermundista, líder de un pueblo que encarna en grandes proporciones al hombre masa. A principios del siglo pasado, Ortega y Gasset escribió que tal como existe el hombre masa,
«también hay, relativamente, pueblos masa, pueblos-masa resueltos a rebelarse contra los grandes pueblos creadores, minoría de estirpes humanas que han organizado la historia. Es verdaderamente cómico contemplar como esta o la otra republiquita, desde su perdido rincón, se pone sobre la punta de sus pies e increpa a Europa y declara su cesantía en la historia universal. ?Qué resulta? Europa había creado un sistema de normas cuya eficacia y fertilidad han demostrado los siglos… Ahora, los pueblos masa han resuelto dar por caducado aquel sistema de normas que es la civilización europea, pero como son incapaces de crear otro, no saben qué hacer, y para llenar el tiempo se entregan a la cabriola. Esta es la primera consecuencia que sobreviene cuando deja de mandar alguien: que los demás, al rebelarse, se quedan sin tareas, sin programa de vida.»

Dice Ortega y Gasset que cuando reina la masa en una republiquita- lo que hoy llamamos país subdesarrollado dentro de nuestra despreciable cultura inofensiva e incapaz de ofender, es decir, de hablar con sinceridad (es solo el revolucionario como Chávez el que tiene libertad absoluta de ofender al que sea sin sufrir consecuencia alguna)- solo existe la cabriola, el desorden, el caos. Y eso es precisamente lo que se ve hoy en América Latina, porque el modelo neoliberal está desprestigiado aunque haya creado normas, estructura, una semblanza de orden, porque no tuvo resultados inmediatos, y como la masa es impaciente, elige a gobiernos “revolucionarios” que pretenden sacudir las instituciones para sentirse libres de cualquier control extranjero, pero esto se logra sin que se establezca orden alguno. Lo que reina, entonces, es el caos, reflejado por la cantidad de elecciones extraordinarias, referendos, asambleas constituyentes convocadas de un momento a otro, prohibición de partidos y candidatos de oposición y otras violaciones al curso normal de la legalidad que se dan con frecuencia en nuestros países.

Pero que no se crea que la rebelión de las masas se está dando únicamente en los países donde hay gobiernos revolucionarios e izquierdistas, pues, como escribió Ortega y Gasset, «no es más ni menos masa el conservador que el radical, y esta diferencia- que en toda época ha sido muy superficial- no impide ni de lejos que ambos sean un mismo hombre, vulgo rebelde.» En Colombia, por ejemplo, cada día es uno de transición; el gobierno, de tilde conservadora, gradualmente abandona su legitimidad liberal y retrocede hacia un punto en el cual la masa se entromete en los asuntos más intrincados y sutiles del pensamiento político y del derecho constitucional, imponiendo su voluntad solo por ser mayoría, por ser masa. Pero acaso «?importa ultrajar las instituciones si la violación se comete con el consenso de una abrumador mayoría? ?No es esa la voluntad del pueblo? ?No es esa la verdadera democracia?» Estas parecen ser las justificaciones de los partidarios del gobierno y de los otros que favorecen desmantelar la constitución para permitir una segunda reelección del presidente, aunque cabe la duda de que algunos actúan según su interés propio. Pero es necesario responderles una vez tras otra con un contundente no. La democracia liberal no es solo un instrumento con el cual la mayoría impone su voluntad cada vez que se le apetezca, pues para esto se establecen las leyes y las normas, las cuales instituyen la civilización, la tolerancia a la oposición, el imperio de la acción indirecta. Cuando se comienzan a violar las leyes, a tergiversar las normas, cada vez que se permite que la masa actúe de manera directa solo porque suelta su feroz grito, se deja de tener liberalismo y se adquiere lo que Alexis de Tocqueville denominó la tiranía de las mayoría, aquel aspecto degenerado de la democracia, lo que en griego se llama oclocracia o gobierno del vulgo.

Esperemos, pues, que por lo menos Colombia, que pese al precario estado de sus instituciones está emergiendo como una fuente de luz en un oscuro continente, pueda seguir su curso hacia la civilización y ser fiel a su larga tradición liberal en este, su más prometedor momento. Las circunstancias nos han dado la opción de adoptar un gobierno de masa o de continuar amparando y desarrollando el liberalismo, este es «el dilema ante el cual tenemos que decidirnos.» Las circunstancias, sin embargo, no nos obligan a optar por el uno o por el otro. Como escribió Ortega y Gasset, «el que decide es nuestro carácter.»

D. Raisbeck