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miércoles, 1 de abril de 2009

Alvaro Uribe: ¿nuestro Cesar Augusto?

Si se puede comparar al Presidente Uribe con Franklin Delano Roosevelt, una de las grandes figuras del siglo XX, como lo hace este excelente artículo, tal vez valdría la pena mirar también hacia el mundo antiguo. Hasta el punto que se pueden encontrar similitudes entre Roma antigua y Colombia, surgen ciertos paralelos entre el Presidente con César Augusto, el fundador del Principado.

Primero, a nivel personal, Uribe, descendiente de Rafael Uribe Uribe, lleva la política en la sangre, tal como Augusto, el sobrino y heredero de Julio Cesar. En cuanto a sus personalidades, Augusto era y Uribe es, un hombre práctico ad extremum, con poca paciencia con las teorías. En ambos se nota esa rarísima habilidad que es tratar tanto a la clase dirigente como al pueblo con la misma destreza. Suetonio, el biógrafo del Emperador, nota que Augusto, aunque perteneciente a la nobleza, sabía entretener a las masas y que era un hombre de gustos sencillos, al igual que Uribe, aunque educado en Oxford y en Harvard, se le ve de ruana y sombrero entre campesinos. Como escribe Rudyard Kipling en su famoso poema, ambos hombres mantienen la virtud al acercarse al pueblo y tratan con reyes sin perder el «toque común.»

Augusto, aunque no fue un gran general, supo llegar al poder y mantenerse allí gracias a los talentos marciales de sus más cercanos seguidores, primero de Marco Agripa, luego de sus hijastros, Druso y Tiberio. Igual Uribe, no siendo militar de profesión, le debe gran parte de su popularidad a los éxitos castrenses de sus generales y de su hábil Ministro de Defensa.

La situación que los llevó a la cima del Estado también tiene sus parecidos. Aunque joven y subestimado por muchos, Augusto puso fin, por medio de la espada y su victoria final frente a Marco Antonio en la batalla de Actio en el año 31 a.C, a varias décadas de guerra civil que devastaron un estado con cientos de años de tradición republicana. Augusto restauró el orden e introdujo una nueva era de prosperidad y seguridad a través del Imperio, y aunque cuando llegó al poder Roma era una ciudad de madera, la dejó con la apariencia de una gran capital de mármol. En el mundo de las artes, el régimen establecido por Augusto condujo a la Edad de Oro de las letras romanas, marcado por la poesía de Virgilio, Horacio y Ovidio. El mundo bucólico que describen las Éclogas pastorales refleja la tranquilidad que disfrutaron los romanos bajo Augusto tras varias generaciones de guerra y de discordia.

De una manera similar, Uribe encontró una república amenazada, destrozada por la guerra, sus carreteras y caminos asediadas por bandidos, muchos ciudadanos de bien habiendo perdido hasta el recuerdo de la paz y haciendo lo posible por dejar la patria. Sin embargo, Uribe, como describe Maquiavelo a los grandes hombres que llegaron al poder no por suerte sino por su habilidad propia, vio el sufrimiento de su pueblo como una oportunidad, surgió del anonimato relativo, se ganó la confianza de la nación con su discurso conciso, se convirtió en primer mandatario y, por medio de la acción armada, empujó a los enemigos del estado a las oscuras periferias del territorio nacional. Le brindó una tranquilidad al país que solo los más avanzados en edad habían conocido, introdujo un clima de seguridad propicio para los negocios y logró que Colombia, por primera vez en muchos años, fuese conocida no como un narcoestado semi-fallido, sino como una tierra de oportunidades, de deleites y de artistas (aunque tal vez no del calibre de los poetas romanos.)

Pero ninguno de los dos hombres se sintió satisfecho con haber salvado la patria y haberle devuelto la tranquilidad a su pueblo. La llegada de Augusto al poder, en efecto, marca el fin de la República romana y la fundación de una monarquía, aunque el desmantelamiento de la libertad se haya llevado a cabo usando todos los términos y símbolos de la era republicana. Augusto nunca se dejó llamar rey, sino más bien princeps, el primero entre todos los ciudadanos. El término imperator, de donde viene la palabra castellana «emperador,» no significaba más que «general» y era un cargo que existía desde antes de la fundación de la República. Augusto, sin embargo, ocupó este cargo 21 veces. Además, no llegó a crear un cargo más alto que el de cónsul, el magistrado con máxima autoridad durante la era republicana, pero sí asumió esta posición en 13 ocasiones distintas, cuando en teoría solo podía ser un hombre cónsul una vez. También fue tribuno, el magistrado de los plebeyos, 32 veces. El monopolio del poder bajo Octaviano era, por lo tanto, incuestionable.

El Senado, que en el año 27 a.C le concedió su título, Augusto o digno de veneración (su nombre era Octaviano), perdió su importancia tradicional y se convirtió en un símbolo. Dejó de ser el foro donde los líderes y estadistas patricios debatían los grandes temas políticos y competían por ocupar los cargos más importantes de la República, volviéndose un organismo por medio del cual el Emperador administraba sus provincias, y no necesariamente las más importantes. También la religión cayó bajo la empuñadura de Augusto en el año 13 a.C. cuando éste usurpó el cargo de Cura Máximo (Pontifex Maximus), el puesto religioso más alto del Estado, algo significante pues, en Roma antigua, la religión era en gran parte un instrumento simbólico por medio del cual la clase dirigente, a base de rituales y liturgias, confirmaba su estatus superior y aseguraba la lealtad del pueblo hacia la República.

No menos importante fue el control absoluto de las tropas imperiales y la creación de una guardia personal (pretoriana). Augusto, aunque sin duda popular entre sus súbditos, era ambivalente en cuanto a sus intenciones, declarando más de una vez su deseo de abandonar su cargo y restaurar la República. La persecución de los opositores e intelectuales no tardó mucho; Augusto ejecutó a varios hombres por estar bajo la sospecha de planear un complót contra su régimen y Ovidio, por su parte, fue expulsado a un rincón al borde del Mar Negro por haber ofendido al Emperador con su poesía. La libertad de expresión dejó de existir: al final del primer siglo A.D, el historiador Tácito se quejaría por el declive de la oratoria romana bajo el sistema autocrático imperial.

Pero la monarquía de Augusto nunca perdió su fachada republicana: el senado, aunque perdió su propósito, se mantenía en lugar, y a través del imperio muchas de las monedas y las enseñas de las legiones llevaban el símbolo de la República, las letras SPQR, que señalaban la unión entre el senado y el pueblo romano, aunque haya sido un solo hombre el que regía.

Por su parte, Uribe, afirmando que actúa a favor de la democracia colombiana, ha introducido cambios a la Constitución que en efecto alteran el más básico carácter del Estado y lo guían en una dirección autoritaria. Durante su primer mandato, el Presidente argumentó que era necesario enmendar la Constitución para fortalecer el Estado, e igualó su permanencia en el poder al imperio del orden. Considerándolo necesario, la mayoría aceptó pasivamente el cambio constitucional que permitió la reelección del Presidente, aunque ésta se haya llevado a cabo de manera cuestionable. Pese a que algunos vieron con escepticismo los abusos del poder y las turbias conexiones de algunos de sus más cercanos seguidores, la situación se toleró gracias a la seguridad que le brindó Uribe a la república, tal como la mayoría de los romanos aceptaron la autoridad suprema del emperador mientras éste asegurara la estabilidad y la prosperidad del mundo mediterráneo.

Como en la Roma de Augusto, las instituciones colombianas han ido perdiendo su independencia y han venido cayendo en manos de los cercanos seguidores del Jefe de Estado. El Congreso, de mayoría uribista, cada día demuestra menos iniciativa y parece ser un instrumento por medio del cual el Presidente impone su voluntad; lo que escribe Natalia Springer acerca del Partido de la U aplica a todos los sectores oficialistas: refleja «(el) pensamiento (de Uribe) y no tiene desarrollo doctrinal, porque gira en torno a una personalidad: la suya.» También la Procuraduría, que hasta hace poco había servido su profesada función de “ente autónomo de control y vigilancia de la función pública de los empleados del Estado,” ha caído en manos de un jurista que hasta ahora ha demostrado ser fiel a las doctrinas del primer mandatario. La Corte Suprema, mientras tanto, parece mantener su autonomía, pero Uribe aparentemente piensa que su popularidad con el pueblo nulifica la autoridad de este organismo.

Como Augusto, que era consciente que su ambición por permanecer indefinidamente en el poder necesitaba legitimidad frente al senado, al pueblo y al ejército, Uribe sabe que su proyecto político no puede abandonar la apariencia de ser un movimiento democrático. Por lo tanto, piensa poner en manos del pueblo, por medio de un referendo, el nuevo cambio a la Constitución, el cual fue declarado ilegal por la Corte Suprema. Esto equivale a resolver por medio de una elección masiva un asunto de inmensa complejidad jurídica y de ramificaciones astronómicas para la continuidad de una democracia verdadera en Colombia. El solo hecho de llevar a cabo el referendo marcaría, sin embargo, un evento revolucionario: un abandono del estado liberal que, aunque débil, está establecido, y la manipulación del aparato electoral para fundar un régimen autocrático con base populista. Si pensamos en el gobierno de Augusto, nos damos cuenta por qué tituló el gran historiador Ronald Syme su majestuosa obra acerca de la fundación del principado La revolución romana. ¿Estamos nosotros presenciando la revolución colombiana? Resulta curioso que el líder absoluto de este movimiento llegó al poder y se mantiene en la cima del Estado al luchar con éxito contra otros revolucionarios.

Falta decir que, tal como Augusto utilizaba la religión para confirmar su legitimidad, Uribe a su vez se esfuerza por crear vínculos entre su gobierno y el reino de Dios, por ejemplo rezando un Padre Nuestro frente de la bandera nacional al celebrar el éxito de la Operación Jaque. Como escribe Vladdo: «sin prisa pero sin pausa, Uribe ha borrado los límites entre la Iglesia y el Estado; entre gobierno y clero; entre religión y política; entre la fe y el proselitismo,» y todo pese a que, según la Corte Constitucional, “el Estado no puede establecer preferencia alguna en asuntos religiosos.”

De una manera similar a Augusto, Uribe es ambivalente en cuanto a sus ambiciones, pues rehúsa afirmar claramente si se lanzará por tercera vez como candidato o si dejará el poder, pero esto no impide que sus súbditos tomen las medidas necesarias para extender su mandato. Otro paralelo es la persecución de los opositores; como los informantes que seguían y acusaban a los percibidos enemigos del régimen bajo Augusto y sus sucesores, también las agencias de inteligencia colombianas han grabado ilegalmente las conversaciones privadas de congresistas de oposición, magistrados y periodistas. El peligro para la libertad que implican estas actividades de espionaje no se puede exagerar.

Dado el carácter que viene adquiriendo el régimen actual, algunos nos preguntamos si la defensa de la Seguridad Democrática se está convirtiendo en una máscara que camufla las intenciones monárquicas del salvador de la república. Lo que es cierto es que, en caso de una tercera elección de Uribe, no se podrá decir que dejó de existir la democracia y se continuará usando el término «república,» pero no habrá duda que las instituciones, y especialmente la Presidencia, habrán dejado de ser las mismas, y que las bases del Estado habrán sido arrolladas y suplantadas por un sistema diseñado para perpetuar el poder de un solo hombre.

En este momento, el destino ha puesto frente a Uribe una decisión de suma importancia: puede ser recordado como el hombre que restauró el orden para luego establecer el autoritarismo, o puede abandonar la Presidencia y preservar la República. En ese caso, se convertiría no en un Augusto sino en un Cincinato, el general romano que dos veces renunció la dictadura que le había otorgado el pueblo porque, habiendo defendido al estado de sus enemigos con éxito, sentía que había cumplido su deber constitucional.

Daniel Raisbeck

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