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viernes, 22 de mayo de 2009

Alejandro, Cesar, Napoleón: grandes políticos, pero también tiranos


José Obdulio Gaviria cita a Alejandro Magno, Julio Cesar y Napoleón como grandes del arte no solo de la guerra, sino también de la política. Vale la pena, por lo tanto, analizar qué tipo de régimen establecieron estos conquistadores para determinar qué concepto de la grandeza política expone el columnista.

Al derrotar al imperio persa y proclamarse Rey de Reyes, Alejandro disuelve el sistema constitucional macedonio, en el cual el rey es el primero entre pares, líder de la aristocracia, elegido por sus iguales y confirmado en su cargo por el ejército. Pronto, Alejandro asume posiciones tiránicas que los griegos asocian con los grandes reyes de oriente: se proclama un dios; viste las túnicas de un monarca persa; ejecuta a sus oficiales por supuestas intrigas o insultos; lo más intolerable para los griegos, amantes de la libertad, obliga a todos sus súbditos a postrarse cuando están en su presencia, tal como se esperaba de los sometidos al Gran Rey de Persia. Mientras tanto, en Grecia, Antípater, el teniente de Alejandro, apoya varias tiranías y, finalmente, abole la democracia en Atenas. Alejandro fue sin duda un gran general y un gran hombre, pero para algunos también un autócrata que acabó con las instituciones y libertades del mundo greco-macedonio.

Tras desatar una atroz guerra civil y triunfar sobre Pompeyo Magno, Cesar no restaura la República, sino que aprovecha la lealtad de sus legiones para establecerse como señor y amo del Estado. La base de su poder es la dictadura, el cargo máximo de la República, originalmente asignado en tiempos de emergencia y solo por seis meses. Cesar, sin embargo, es elegido dictador por segunda y tercera vez, al principio por diez años y luego de por vida. Aunque gobierna Roma como soberano de la ciudad y sus instituciones, incluyendo el aparato religioso, oculta el hecho al usar una fachada de títulos republicanos, tal como el consulado. Consciente del odio tradicional de los romanos hacia los monarcas, Cesar no acepta una corona, y dice no ser un rey, sino un Cesar. No obstante, al ejercer el poder sin límites, pone fin a la era republicana. Por lo tanto, sus asesinos se proclaman libertadores y restauradores de la República, aunque lo único que logran es desatar una nueva serie de cruentas guerras civiles que conducen a la fundación del Principado bajo Augusto, heredero de Julio Cesar.

En 1799, Napoleón, a la cabeza de sus tropas, obliga a la legislatura del Directorio a designarlo Primer Cónsul por diez años. Este cargo, aprobado por 3 millones de ciudadanos por medio de un referendo manipulado, le otorga el poder de nombrar ministros, embajadores, servidores públicos e inclusive los miembros del Consejo de Estado. Bonaparte luego pasa una serie de reformas administrativas y financieras, pero no tolera oposición alguna. Los críticos del régimen son sancionados, sus líderes exiliados o ejecutados. Las tropas oficiales suprimen brutalmente toda resistencia. El ministro de policía, Fouché, controla la prensa y establece una red de espionaje para observar a los enemigos del gobierno. En 1802, Bonaparte es electo cónsul vitalicio por medio de otro plebiscito. Adquiere el derecho de elegir a su sucesor, concluir tratados, perdonar a los condenados y postular candidatos para el Senado. También tiene el poder de enmendar la constitución, disolver las cámaras y revocar decisiones judiciales. Su posición autocrática es confirmada en 1804, cuando asume el título de Emperador. Solo sus derrotas en el campo de batalla lo derrocan del trono.

Alejandro, Cesar, Bonaparte, tres grandes hombres que, con la punta de la espada, extienden el dominio de sus reinos hasta los bordes de la tierra, y al hacerlo establecen tiranías, derribando instituciones existentes que, por fallidas, garantizaban cierto nivel de libertad. ¿Es esta la versión de la grandeza política que deberíamos aceptar en una democracia liberal?

Daniel Raisbeck

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