Comparta El Certamen en Facebook

sábado, 20 de septiembre de 2008

La crisis del ejemplo en Latinoamérica: Parte I: El comercialismo salvaje en la Edad de Hooper

Un reto enorme debe ser criar hijos hoy en América Latina, y no solo para los millones de pobres que luchan a diario por vestir y alimentar a los suyos en una de las regiones con la distribución de bienes menos equitativas y los gobiernos más corruptos del planeta, sino también para los afortunados cuyas preocupaciones son menos primitivas. Cualquier padre que se preocupe por inculcar en sus hijos enseñanzas básicas para la vida civilizada- y no me refiero a doctrinas religiosas sino a principios elementales de la vida civil tal como la importancia de actuar con mesura y evitar los excesos, de respetar al prójimo, de controlar las emociones salvajes y tomar decisiones basadas en el criterio de la razón, de ejercer la tolerancia, de no actuar siempre de acuerdo a los mezquinos y egoístas impulsos que empujan al ser humano a satisfacerse a si mismo y aprovecharse de los demás- se ve enfrentado a una serie de obstáculos aparentemente insuperables.

En el primer lugar contradice todos estos valores el incesante mensaje que transmite la abrumadora maquinaria de los medios de comunicación masiva, aquel encantador de serpientes que en vivo y en directo nos seduce al convencernos que la felicidad consiste en satisfacer nuestros apetitos más viles- los consumidores y carnales- a cualquier costo. En la «edad de la comunicación» en la cual nos encontramos es casi imposible escapar el sempiterno bombardeo propagandístico que intenta taladrar en nuestra conciencia la idea de que somos seres insignificantes a menos de que poseamos una inmensidad de productos banales y de fabricada importancia: suntuosa ropa de marca, autos convertibles y de pujante motor, monstruosas casas nuevas y lujosas, televisores planos y con más canales que los días del año, neveras tan grandes que se dan para los propósitos de una pequeña morgue, lavadoras y secadoras de turbinas semi-nucleares, teléfonos celulares que actúan a la vez como computador, fax, discoteca y oficina entera, licores chic y artículos de belleza promovidos por voluptuosas modelos escandinavas, pastillas para corregir la disfunción eréctil o para adelgazar docenas de kilos a la vez, hasta operaciones que convierten una calva en una exuberante mata de pelo, que incrementan el tamaño de los senos y enderezan las narices, brindándonos instantáneamente el «sex appeal» que nos permitirá procrear con parejas de olímpica hermosura o de músculos herculanos.

La inevitable intrusión de los medios dentro de la vida familiar y privada conduce al enorme problema de la falta de modelos verdaderos, y por modelos no me refiero a las raquíticas jovencitas de pómulos altos y cara dulce que se pasean transeúntes por pasarelas europeas, muchas veces vistiendo prendas horripilantes, sino a hombres y mujeres que nos presentan un ejemplo digno el cual emular, que nos ayudan a guiar nuestras vidas para llenarlas de significado y de satisfacción personal duradera. Pues, ¿qué grado de satisfacción consigo mismo podemos esperar que logre un joven cuando es convencido desde la más temprana edad que debe aspirar a vivir como una celebridad, es decir, a seguir los más superficiales parámetros para poder llevar a cabo el inútil intento de gratificar los insaciables deseos materiales y sexuales del hombre? A este joven lo único que le espera es una larga persecución de sombras, una serie de frustraciones al esfumársele de sus manos el placer que persiguió sin discriminación alguna apenas lo atiene. Como el dios del sol en sus andanzas por los bosques griegos, correrá en vano tras ninfas pero sin atrapar laureles, y su descontento se deberá en gran parte a la ausencia de un modelo digno el cual seguir.

En parte se debe este problema a la desintegración de la familia o a la constante ausencia de los padres, los cuales se ven obligados a trabajar más horas no tanto por la inflexibilidad de las leyes laborales sino por las crecientes expectativas de lo que constituye «el buen vivir.» En su soledad, los niños acuden a los medios, convirtiéndose en ingenuas víctimas de un complejo sistema de manipulación que busca atraparlos desde la más precoz infancia. Pero directamente relacionado a esto está el declive de la educación clásica, la cual ha cedido a la “educación” comercial, así que la mayoría de los colegios y las universidades no solo se han desentendido de la responsabilidad de enseñar latín y griego, sino que también han desdeñado otros aspectos esenciales de la vieja pedagogía.

Uno de estos es la enseñanza de la historia, y no solo aquella cuyo fin es brindarle al alumno un sentido básico del curso de la civilización occidental, sentido del cual hoy carecen la mayoría de los estudiantes, sino la que se encarga de presentar las vidas de las grandes figuras del pasado. Los héroes históricos desvelan ante nosotros la cúspide del logro humano, y por lo tanto nos inspiran a alcanzarlo o al menos a hacer el intento. Si analizamos los atributos y los defectos de aquellos que han dejado su marca sobre el transcurso de los siglos, podemos escoger como inculcar en nosotros mismos sus aspectos positivos mientras descartamos lo despreciable, y precisamente en esto reside el inestimable valor de la historia. En este sentido, uno de los libros cuyo desdén más daño causa es Las vidas de Plutarco, el cual en Latinoamérica es virtualmente desconocido, mientras que las pocas universidades de EEU o de Europa que lo toman en cuenta lo analizan detalladamente pero únicamente en busca de su veracidad histórica o la falta de aquella, más no por su aspecto ético o didáctico.

Otra enseñanza de los clásicos que es ignorada la constituyen las más básicas premisas del pensamiento de Platón, de Aristóteles y de los estoicos, filósofos que, pese a sus diferencias, estaban de acuerdo acerca de un punto básico: que el hombre es superior a las bestias únicamente en cuanto a su capacidad de usar la razón, así que este es verdaderamente humano al grado que sepa utilizar su raciocinio para dominar sus apetitos y resistir el ser dominado por ellos. El cristianismo adoptó de su propia manera esta idea, así que permaneció relevante por siglos incluso cuando la filosofía antigua dejó de cobrar importancia en occidente, pero la educación moderna y secular, aunque nacida de la Ilustración y por lo tanto de la razón, se ha concentrado excesivamente en lo científico, en lo pragmático y en lo comercial con el propósito de preparar a los alumnos para sobrevivir en la concurrida economía globalizada, con la desastrosa consecuencia que ha desdeñado los anhelos del alma y ha abandonado el inmortal intento de responder las grandes preguntas que presenta la condición humana.

Pero si uno de los propósitos esenciales de la educación en el pasado era el intento de presentarnos a los héroes y de enseñarnos a moderar nuestros apetitos animales, hemos llegado a la única época de la historia en la cual es posible coleccionar una serie de títulos académicos, inclusive de las mejores universidades, sin recibir educación alguna. Un joven como el que ya hemos descrito probablemente no es ignorante, sino que, al contrario, vive en las tinieblas pese al haber estudiado por años, y hasta tendrá varios diplomas de educación secundaria.

Vivimos, pues, en lo que el escritor inglés Evelyn Waugh llamó la Edad de Hooper, nombre del personaje de Retorno a Brideshead que, aunque había derramado lagrimas como niño, tal como el narrador, nunca lo había hecho por «el discurso del Rey Henrique en el Día de San Crispín, o por el epitafio en Termópilas,» pues «la historia que le habían enseñado contenía pocas batallas pero sí profusos detalles acerca de legislación progresiva y recientes avances industriales. Galipoli, Balaclava, Quebec, Lepanto, Bannockburn, Roncelaves y Maratón- estas, y las batallas de occidente donde cayó el Rey Arturo, y cientos de otros nombres» que solían inspirar a los alumnos «con la claridad y la fuerza de la niñez, eran palabras vacías que se pronunciaban en vano frente a Hoooper,» un hombre al cual «nadie podía asignar con confianza el más simple deber,» pero que sin embargo «estimaba excesivamente la eficiencia basado en su escasa experiencia comercial.» El opuesto a un hombre como tal lo representa John Churchill, Duque de Marlborough, héroe de la Guerra de Suceción Española y ancestro del primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial. Pese a haber crecido en la penuria por las pérdidas que sufrió su familia durante la guerra civil inglesa, por lo cual nunca completó estudios formales, Marlborough dijo en toda su gloria que había recibido una educación de primer nivel y que había aprendido todo lo que un hombre necesita saber acerca de la política al leer las obras de Shakespeare. En cuanto a nosotros, solo porque vivimos en la era del internet no deja de ser cierto que los grandes libros, aquellos escritos por los pensadores cuyas ideas no ha podido marchitar el cruel paso del tiempo, nos dirigen hacia las elementales verdades de la vida y que por ende corremos un gran peligro al ignorarlos.

La esencia del problema es que cuando la reflexión acerca del bien cede a la imperiosa urgencia de producir, dejan de existir límites y demarcaciones. Si la sociedad decide que la meta primordial del ser humano no es actuar dignamente o dedicarse a una causa noble, sino simplemente enriquecerse, muy pronto el ser celebrado- la celebridad- es aquel que ha obtenido la meta sin importar como ha llevado a cabo la hazaña. Puede que se admire la riqueza pródiga de un inventor de productos tecnológicos, pero también se elogia la enorme fortuna de alguien que se dedica a algo tan repugnante como la producción de «música» reggaetón, un género que no solo atropella la lengua castellana, sino que incita a la violencia, al sexo indiscriminado y a la degradación de las mujeres. Pero esto último no lo discierne un joven que solo ve a un Daddy Yankee glorificado, colmado de laureles y premiado con millonarios contratos por grandes compañías, como si algo positivo le aportase su música a la sociedad (aunque aparentemente este «artista» es también un filántropo, lo cual sugiere que es consciente del daño que causa y que busca enmendarlo). Y en este fenómeno no solo se vislumbra la influencia de la derecha ultra capitalista y su insistencia en la santidad del mercado, (el cual no nos brinda únicamente horrores como la vulgarización extrema de la música, pues tenemos que defender el sistema en cuanto a los innumerables beneficios que nos trae, desde los avances de la medicina hasta la oportunidad de escapar de la pobreza), pues también se percibe el actuar de la izquierda radical, la cual en su violenta arremetida contra los valores burgueses establecidos, aquellos que de algún modo mitigaban los aspectos más bárbaros del capitalismo, desbocó las túrbidas aguas de las pasiones humanas al lanzar su revolución sexual, derrumbando instituciones y transgrediendo una serie de límites «cuya eficacia y fecundidad habían demostrado los siglos,» para de nuevo citar a Ortega y Gasset.

Empecemos a concluir esta sección al afirmar que la cultura popular que nos rodea se basa en la unión de los peores elementos de la derecha capitalista y la izquierda revolucionaria, y que una de las trágicas consecuencias de esta agregación es la carencia de hombres y mujeres ejemplares. La pregunta que surge es si existen otras esferas donde podemos buscar un ejemplo. En el mundo antiguo, el ejemplo a seguir era el de los grandes hombres, los estadistas y políticos que actuaban como líderes de la sociedad. A esto se debe el hecho que Plutarco haya dedicado gran parte de su vida a escribir las biografías de los más famosos estadistas griegos y romanos. Tal como explica en su Vida de Pericles, por mucho que impresionaba al griego antiguo la radiante belleza de la estatua de Jupiter en Pisa o la brillante técnica de otras obras maestras de arte o literarias, no por eso deseaba ser un Fidias, un Anacreón o un Arquíloco, pues el hecho que una obra nos complazca no significa que «merezca nuestra admiración,» y tales cosas no benefician al que las mira, si al mirarlas no lo mueve un impulso que lo conduce a imitarlas. «Pero la virtud,» continúa, «con la sola declaración de sus acciones, puede influenciar las mentes de los hombres para crear a la misma vez la admiración por las hazañas completadas y el deseo de imitar a aquellos que las han llevado a cabo.» Por ejemplo, un joven Temístocles, futuro héroe de la Batalla de Salaminia, no podía dormir por las noches al pensar en la gloria que había ganado Milcíades gracias a su actuación en la Batalla de Maratón. Para Plutarco, esto demuestra que «el bien moral es un estímulo práctico.» Pero, nosotros los latinoamericanos, ¿qué estímulo encontramos al exponer a nuestros políticos al menor escrutinio? Este es el tema de la segunda parte de este ensayo.

D Raisbeck

addendum: el que se interese por el punto de vista presentado en este ensayo haría bien en leer la obra maestra de Allan Bloom, The Closing of the American Mind, o Who Killed Homer?, por Victor Davis Hanson

No hay comentarios:

Publicar un comentario