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jueves, 23 de abril de 2009

La reelección según José Obdulio Gaviria y Alexis de Tocqueville


Quisiera comentar acerca de una columna escrita por José Obdulio Gaviria y titulada El factor U, publicada en el diario El Tiempo hace dos semanas. En su columna, el señor Gaviria argumenta que «Colombia gira hoy alrededor del factor U (Uribe), que nutre toda la conducción de los asuntos públicos.» Esta declaración no se puede negar, tal como es indiscutible la afirmación que el éxito del actual gobierno surge del hecho «que enfrenta a los terroristas» de las Farc y que, por lo tanto, le ha devuelto la tranquilidad, por lo menos parcialmente, a millones de colombianos tras décadas de subyugación a la violencia. Lo que quisiera impugnar, sin embargo, es la sugerencia, presentada poco después, de que «el factor U» se desmoronará a menos de que se elimine «la antidemocrática prohibición a la reelección presidencial,» la cual, según el señor Gaviria, condujo a que el proyecto progresista de Carlos E. Restrepo se disolviera al terminar su mandato en 1914.

En primer lugar, llama la atención que el señor Gaviria equipara la prohibición de la reelección presidencial que regía en 1914, la cual era absoluta, a la situación actual, donde, de acuerdo a la constitución, enmendada en el año 2005, el presidente de la república puede ser reelegido una vez. Es decir, si la prohibición a la segunda reelección es antidemocrática y por lo tanto merece ser abolida, entonces ¿por qué no la prohibición a una tercera o a una cuarta reelección? No hay duda que, según este raciocinio, cualquier límite a la reelección del presidente iría en contra de la versión de la democracia que presenta el señor Gaviria.

Pero no es el antiguo asesor del Presidente el único que pregunta abiertamente que, si el régimen democrático es aquel en el cual gobierna la mayoría, ¿por qué ha de prohibirse que el pueblo elija al mismo líder las veces que considere necesario? Como comentó un lector de El Tiempo, si los congresistas pueden ser reelegidos sin límite, ¿por qué no el presidente? «O todos en la cama, o todos en el suelo,» agregó.

Al buscar una respuesta a estas complejas preguntas, los colombianos tenemos la suerte de poder consultar a una de las grandes mentes de la filosofía política. Alexis de Tocqueville, en su gran obra acerca de la democracia establecida en los Estados Unidos, consideró con cautela el tema de la reelección del poder ejecutivo en una democracia liberal, exponiendo sus ventajas y sus peligros.

En primer lugar, Tocqueville reconoce el valor de la reelección presidencial: «parece a primera vista contrario a la razón,» escribe, «prohibir que la cabeza del poder ejecutivo sea elegido una segunda vez.» Tocqueville admite que los talentos y el carácter de un solo individuo pueden ejercer una influencia enorme sobre el destino de una nación entera, «especialmente en situaciones críticas o durante tiempos peligrosos,» algo que podemos entender los colombianos al haber presenciado el radical giro hacia la gobernalidad y el orden al cual nos ha conducido el liderazgo del Presidente Uribe.

Tocqueville luego presenta un argumento muy similar a aquél que exponen varios partidarios de una segunda reelección en Colombia: «una ley prohibiendo la reelección del primer magistrado privaría a los ciudadanos de la más tangible garantía de la seguridad y la prosperidad del estado; y por una inconsistencia singular, un hombre sería excluido del gobierno precisamente en aquel momento en el cual ha demostrado su habilidad en conducir sus asuntos.» Esta es la misma preocupación que expresa el señor Gaviria al preguntar qué será del Factor U, del uribismo en sí, sin Uribe en la presidencia.

Sin embargo, Tocqueville afirma que, por sólidos que sean estos argumentos y por inquietante que resulte la falta de continuidad que puede implicar la ausencia de la reelección presidencial , «se pueden avanzar razones más poderosas aún» en contra de ella. Primero que todo, Tocqueville postula el hecho de que la simple existencia del poder ejecutivo en una democracia «ofrece un incentivo tan espléndido a la ambición privada, y es tan apta en enardecer a los hombres en la búsqueda del poder, que cuando faltan razones legítimas, la fuerza se apodera no infrecuentemente de lo que el derecho niega.» En mi humilde opinion, eso es precisamente lo que estamos presenciando hoy en día en Colombia, la irrupción de la fuerza mayoritaria, por medio de un referendo o por los votos de la mayoría uribista en el Senado, para impulsar una segunda reelección prohibida bajo las leyes actuales.

Mientras la mera naturaleza de la presidencia en una democracia es problemática para Tocqueville, advierte que el incremento del imperio y de los privilegios del poder ejecutivo intensifica de por sí la tentación de ocupar el cargo. «Entre más crezcan las ambiciones del candidato,» explica, «con más vigor impulsa sus intereses una muchedumbre de partidarios (léase individuos tal como el señor José Obdulio Gaviria) que esperan compartir el poder con la persona que ha ganado el premio.» Desde el punto de vista de Tocqueville, esto es una señal que «los peligros del sistema electoral crecen de una manera proporcional a la influencia que ejerce el poder ejecutivo en los asuntos de estado.»

El principal problema de la reelección, sin embargo, radica del hecho que «los defectos naturales de los gobiernos elegidos son la intriga y la corrupción,» algo que ciertamente confirman los escándalos en los cuales se encuentran involucrados algunos de los más cercanos colaboradores del presidente, incluyendo ministros antiguos y actuales, e inclusive miembros de su familia. Para Tocqueville, la reelección del poder ejecutivo incrementa los aspectos perversos del sistema electoral, pues cuando el primer magistrado busca mantener su posición por medio de la intriga y la corrupción, tiene a su alcance todo el poder del estado y su inmensa influencia, instrumentos que puede utilizar sin escrúpulos para alcanzar la meta de permanecer en el poder.

Hasta ahora, este fenómeno no se ha visto tanto en Colombia como en Venezuela, donde el control absoluto que ejerce el Presidente Chávez sobre la maquinaria del estado asegura que cada elección en la cual se postula sea una competencia justa solo en teoría, pues la realidad muestra al coloso estatal chavista movilizado, arrollando cualquier fuerza independiente y opositora sin mayor dificultad. La pregunta que surge es si el mismo lúgubre fenómeno se verá en Colombia en un cercano futuro. Es significante que el señor Gaviria cita a Venezuela, al igual que la Italia de Berlusconi, como ejemplos para el uribismo dada la creación en aquellos países de un partido único oficialista. El panorama, por lo tanto, es más bien oscuro.

Otro aspecto de la reelección del poder ejecutivo que preocupa a Tocqueville es el hecho que, mientras el presidente se preocupa fundamentalmente por mantenerse en su cargo, «todos los asuntos de gobierno pasan a un segundo plano,» pues «todas las leyes y negociaciones son para él intrigas electorales.» También esto se vive hoy en Colombia, donde el debate nacional gira alrededor del tema de la reelección del presidente, mientras se ignoran y relegan otros temas de mayor importancia como la educación o la disponbilidad de agua potable para todos los ciudadanos.

A la vez, Toccqueville observa que, en un sistema donde se establece la reelección indefinida del ejecutivo, las altas carteras del gobierno se vuelven premios no para aquellos que hayan servido a la nación, sino para los que le hayan demostrado la máxima lealtad al jefe de estado. En ese caso, el gobierno deja de servir a la comunidad y adquiere un aspecto personalista en el cual los sirvientes públicos avanzan o retroceden en sus carreras dependiendo de cuanto hayan podido complacer al presidente. De esta manera podemos entender la deplorable adulación al jefe de estado por parte de aquellos súbditos que dicen luchar desinteresadamente para que el Presidente tenga la opción de decidir si sigue o no en el poder, mientras lo más probable es que, al mostrarse vociferantes partidarios de la reelección en este momento, esperan ser propiamente compensados cuando el jefe de estado forme su próximo gobierno.

El último argumento que Tocqueville presenta en contra de la reelección del poder ejecutivo es que, cuando el presidente busca permanecer en su cargo por medio del aparato electoral, deja de ser un verdadero estadista, lo cual implica actuar no infrecuentemente de una manera independiente a los deseos de la mayoría. Buscando su reelección sin cesar, el presidente adopta los gustos y las animosidades de la mayoría, «se apura por prever sus deseos, anticipa sus quejas, cede frente a sus apetitos más indolentes, y, en vez de guiarla, sigue sus dictámenes.» El resultado final es que «para no privar al estado de los talentos del individuo, esos talentos se vuelven inútiles, y para reservar una precaución contra peligros extraordinarios, el país es expuesto a diarias amenazas.»

En nuestro país, donde ya existe la reelección en primera instancia, las amenazas se asoman en el horizonte, pues corremos el riesgo de que las futuras generaciones sean gobernadas bajo un sistema sin contrapeso a las ambiciones de los ya poderosos, con pocas posibilidades para los individuos y partidos independientes y donde el éxito político lo determina la lealtad a un solo hombre, más no el servicio honrado a la patria. Una enorme responsabilidad pesa sobre nuestros hombros, pero afortunadamente no es demasiado tarde para preservar la libertad.

Deberíamos hacer caso a las sugerencias de Tocqueville, el filósofo que en la opinión de muchos ha escrito con la mayor perspicacia acerca de la democracia moderna, y quien considera la reelección del poder ejecutivo más peligrosa que su impedimento. La alternativa es seguir el temerario camino que indica José Obdulio Gaviria, íntimo colaborador del Presidente que pretende perpetuar en las olímpicas alturas del poder de una república subdesarrollada, más no por eso condenada al atraso sempiterno.

Daniel Raisbeck

http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/otroscolumnistas/de-tocqueville-y-la-reeleccion_5160027-1

jueves, 9 de abril de 2009

Los nuevos tiempos

Al levantarme el sábado pasado miré por mi ventana, que da a la plaza entre la Iglesia de María y el Ayuntamiento Rojo de Berlin, y descubrí una gran masa aglomerada e inquieta. Aunque al principio no pude distinguir la razón por la cual este tumulto estorbaba la tranquilidad matutina, pronto caí en cuenta que se trataba de una protesta anti-capitalista. Varios parlantes amplificaban la tronante voz de un hombre que proclamaba una arenga contra el libre mercado, mientras cientos de manifestantes, la mayoría jóvenes desaliñados, marchaban determinados, llevando pancartas que informaban que ellos no pagarán los platos rotos de «vuestra crisis» (“Wir zahlen nicht für eure Krise!”) Daba pena ver la indefensa estatua de Neptuno; los tritones y nereidas eran incapaces de proteger al dios del mar de la masa de manifestantes enfurecidos que, como si fuese una escena de la Teogonía de Hesíodo, escalaban hasta la cima del monumento y hasta colgaban sobre su tridente letreros con cruces señalando el entierro del capitalismo.

Esta demostración , organizada por el partido de la extrema izquierda, el cual surgió en parte del partido único de la Alemania oriental comunista, expresaba la rabia de ciertos sectores de la población con el gobierno por utilizar fondos del fisco público para salvar a los grandes entes financieros privados que se han desmonorado en la crisis actual. En Alemania y en Europa, la izquierda recalcitrante parece sentirse redimida por el fracaso del sistema global financiero. En las universidades, por ejemplo, abundan pancartas proclamando que Marx, después de todo, tenía razón. y otras incitando a los estudiantes a que conviertan el capitalismo en parte de la historia.

Pero este fenómeno no se da únicamente en el país con la economía más grande de Europa. También en Inglaterra el furor conra los banqueros se deja sentir; en Londres, ciertas bancas de inversión le recomiendan a sus empleados no llevar prendas muy suntuosas ni mostrar logotipos de la compañía en público, pues pueden ser reconocidos como banqueros y agredidos por el público, tal como los altos ejecutivos en Francia que fueron víctimas de ataques con huevos lanzados como proyectiles por los trabajadores de la compañía. En la prensa británica, e inclusive en el diario conservador The Times, se leen frecuentemente columnas que no ocultan alegría por el declive de los siniestros banqueros, algo que crea un clima de Schadenfreude a nivel mundial.

Como han cambiado los tiempos. Recuerdo la veneración con la cual se alababa a los «maestros del universo» hace solo unos años, sobre todo en EEU. El héroe de un amigo mío de la universidad, y sospecho que de muchos otros jóvenes ambiciosos, era Gordon Gekko, el personaje que interpreta Michael Douglas en la película Wall Street. Gekko es la personificación hollywoodense del financiero neoyorquino, un jefe de banca de inversión que surge en el mundo de la banca a una temprana edad, obteniendo un poder monumental y justificando su acumulación de cientos de millones de dolares con la célebre frase que «la codicia es buena,» tanto para la sociedad como para el país. Gekko, en efecto, representaba un ideal; los mejores estudiantes de las más prestigiosas universidades hacían hasta lo imposible por ser contratados por las grandes firmas de inversión como Merryl Lynch, Goldman Sachs y Lehman Brothers, (pero también por los menos conocidos pero no menos lucrativos «hedge funds,») donde se trabajaba 18 horas al día pero se podían acumular varios millones antes de los treinta años. Es difícil exagerar el prestigio que brindaban estos nombres.

Hoy, claro está, la diferencia en EEU es también monumental. En un artículo reciente, el New York Times informa que, dada la ira pública contra los banqueros, muchos de ellos sienten verguenza al tener que responder preguntas acerca de su carrera en eventos sociales. «Preferiría decir que soy pornógrafo,» responde un banquero estadounidense anónimo, «pues por lo menos ese es un negocio que la gente entiende.» No ha disminuido la furia del pueblo contra los altos ejecutivos financieros luego del escándalo en el cual se supo que cientos de millones de los fondos del plan de rescate de la nueva administración fueron usados para repartir bonificaciones anuales entre la directiva de AIG.

Cuesta creer que, tras los eventos del último semestre, EEU se ha convertido en tal vez la mayor economía dirigida por el estado del mundo. Recuerdo que, al final del verano pasado, oí a un funcionario del Departamento de la Tesorería declarar con orgullo que «ahora somos más grandes que el Pentágono.» Tengo otro amigo que trabaja en este gigantesco ente burocrático: un activista de izquierda pelilargo que se involucró en la campaña de Obama cuatro años después de haber apoyado al radical Howard Dean. Hoy en día tiene él más poder que el banquero de inversión que como universitario se preparaba para su carrera en Wall Street recitando de memoria los discursos de Gordon Gekko frente al espejo.

Pero la prueba más contundente de que estamos en una nueva era la presencié al salir de mi casa aquel sábado de la protesta berlinense. Al cruzar la calle me encontré a un italiano que conocí en el 2006 mientras trabajaba para un centro de investigación conservador en Washington muy cercano a la administración de Bush y, antes de eso, a la de Ronald Reagan, donde los conceptos de «deregulación» y de libre mercado eran considerados de esencia sagrada. Recuerdo muy bien que, en esa época, este colega solía vestir trajes hechos por su sastre en Milán, y que me contaba acerca del Porsche que pensaba comprar al regresar a Europa. Vaya sorpresa cuando lo ví con una camiseta que mostraba la cara de Obama, montado en una bicicleta vieja y dirigiéndose, como me informó, hacia la ONG defensora de derechos humanos donde ahora trabaja. «Ya sabes,» me dijo al notar mi confusión instantánea, «son los nuevos tiempos, y te recomiendo que también cambies tu estilo.» Antes de partir pedaleando, miró detrás suyo y apuntó hacia la masa que, no reducida, continuaba vociferando un elsogan anti-capitalista tras otro.

Daniel Raisbeck

miércoles, 1 de abril de 2009

Alvaro Uribe: ¿nuestro Cesar Augusto?

Si se puede comparar al Presidente Uribe con Franklin Delano Roosevelt, una de las grandes figuras del siglo XX, como lo hace este excelente artículo, tal vez valdría la pena mirar también hacia el mundo antiguo. Hasta el punto que se pueden encontrar similitudes entre Roma antigua y Colombia, surgen ciertos paralelos entre el Presidente con César Augusto, el fundador del Principado.

Primero, a nivel personal, Uribe, descendiente de Rafael Uribe Uribe, lleva la política en la sangre, tal como Augusto, el sobrino y heredero de Julio Cesar. En cuanto a sus personalidades, Augusto era y Uribe es, un hombre práctico ad extremum, con poca paciencia con las teorías. En ambos se nota esa rarísima habilidad que es tratar tanto a la clase dirigente como al pueblo con la misma destreza. Suetonio, el biógrafo del Emperador, nota que Augusto, aunque perteneciente a la nobleza, sabía entretener a las masas y que era un hombre de gustos sencillos, al igual que Uribe, aunque educado en Oxford y en Harvard, se le ve de ruana y sombrero entre campesinos. Como escribe Rudyard Kipling en su famoso poema, ambos hombres mantienen la virtud al acercarse al pueblo y tratan con reyes sin perder el «toque común.»

Augusto, aunque no fue un gran general, supo llegar al poder y mantenerse allí gracias a los talentos marciales de sus más cercanos seguidores, primero de Marco Agripa, luego de sus hijastros, Druso y Tiberio. Igual Uribe, no siendo militar de profesión, le debe gran parte de su popularidad a los éxitos castrenses de sus generales y de su hábil Ministro de Defensa.

La situación que los llevó a la cima del Estado también tiene sus parecidos. Aunque joven y subestimado por muchos, Augusto puso fin, por medio de la espada y su victoria final frente a Marco Antonio en la batalla de Actio en el año 31 a.C, a varias décadas de guerra civil que devastaron un estado con cientos de años de tradición republicana. Augusto restauró el orden e introdujo una nueva era de prosperidad y seguridad a través del Imperio, y aunque cuando llegó al poder Roma era una ciudad de madera, la dejó con la apariencia de una gran capital de mármol. En el mundo de las artes, el régimen establecido por Augusto condujo a la Edad de Oro de las letras romanas, marcado por la poesía de Virgilio, Horacio y Ovidio. El mundo bucólico que describen las Éclogas pastorales refleja la tranquilidad que disfrutaron los romanos bajo Augusto tras varias generaciones de guerra y de discordia.

De una manera similar, Uribe encontró una república amenazada, destrozada por la guerra, sus carreteras y caminos asediadas por bandidos, muchos ciudadanos de bien habiendo perdido hasta el recuerdo de la paz y haciendo lo posible por dejar la patria. Sin embargo, Uribe, como describe Maquiavelo a los grandes hombres que llegaron al poder no por suerte sino por su habilidad propia, vio el sufrimiento de su pueblo como una oportunidad, surgió del anonimato relativo, se ganó la confianza de la nación con su discurso conciso, se convirtió en primer mandatario y, por medio de la acción armada, empujó a los enemigos del estado a las oscuras periferias del territorio nacional. Le brindó una tranquilidad al país que solo los más avanzados en edad habían conocido, introdujo un clima de seguridad propicio para los negocios y logró que Colombia, por primera vez en muchos años, fuese conocida no como un narcoestado semi-fallido, sino como una tierra de oportunidades, de deleites y de artistas (aunque tal vez no del calibre de los poetas romanos.)

Pero ninguno de los dos hombres se sintió satisfecho con haber salvado la patria y haberle devuelto la tranquilidad a su pueblo. La llegada de Augusto al poder, en efecto, marca el fin de la República romana y la fundación de una monarquía, aunque el desmantelamiento de la libertad se haya llevado a cabo usando todos los términos y símbolos de la era republicana. Augusto nunca se dejó llamar rey, sino más bien princeps, el primero entre todos los ciudadanos. El término imperator, de donde viene la palabra castellana «emperador,» no significaba más que «general» y era un cargo que existía desde antes de la fundación de la República. Augusto, sin embargo, ocupó este cargo 21 veces. Además, no llegó a crear un cargo más alto que el de cónsul, el magistrado con máxima autoridad durante la era republicana, pero sí asumió esta posición en 13 ocasiones distintas, cuando en teoría solo podía ser un hombre cónsul una vez. También fue tribuno, el magistrado de los plebeyos, 32 veces. El monopolio del poder bajo Octaviano era, por lo tanto, incuestionable.

El Senado, que en el año 27 a.C le concedió su título, Augusto o digno de veneración (su nombre era Octaviano), perdió su importancia tradicional y se convirtió en un símbolo. Dejó de ser el foro donde los líderes y estadistas patricios debatían los grandes temas políticos y competían por ocupar los cargos más importantes de la República, volviéndose un organismo por medio del cual el Emperador administraba sus provincias, y no necesariamente las más importantes. También la religión cayó bajo la empuñadura de Augusto en el año 13 a.C. cuando éste usurpó el cargo de Cura Máximo (Pontifex Maximus), el puesto religioso más alto del Estado, algo significante pues, en Roma antigua, la religión era en gran parte un instrumento simbólico por medio del cual la clase dirigente, a base de rituales y liturgias, confirmaba su estatus superior y aseguraba la lealtad del pueblo hacia la República.

No menos importante fue el control absoluto de las tropas imperiales y la creación de una guardia personal (pretoriana). Augusto, aunque sin duda popular entre sus súbditos, era ambivalente en cuanto a sus intenciones, declarando más de una vez su deseo de abandonar su cargo y restaurar la República. La persecución de los opositores e intelectuales no tardó mucho; Augusto ejecutó a varios hombres por estar bajo la sospecha de planear un complót contra su régimen y Ovidio, por su parte, fue expulsado a un rincón al borde del Mar Negro por haber ofendido al Emperador con su poesía. La libertad de expresión dejó de existir: al final del primer siglo A.D, el historiador Tácito se quejaría por el declive de la oratoria romana bajo el sistema autocrático imperial.

Pero la monarquía de Augusto nunca perdió su fachada republicana: el senado, aunque perdió su propósito, se mantenía en lugar, y a través del imperio muchas de las monedas y las enseñas de las legiones llevaban el símbolo de la República, las letras SPQR, que señalaban la unión entre el senado y el pueblo romano, aunque haya sido un solo hombre el que regía.

Por su parte, Uribe, afirmando que actúa a favor de la democracia colombiana, ha introducido cambios a la Constitución que en efecto alteran el más básico carácter del Estado y lo guían en una dirección autoritaria. Durante su primer mandato, el Presidente argumentó que era necesario enmendar la Constitución para fortalecer el Estado, e igualó su permanencia en el poder al imperio del orden. Considerándolo necesario, la mayoría aceptó pasivamente el cambio constitucional que permitió la reelección del Presidente, aunque ésta se haya llevado a cabo de manera cuestionable. Pese a que algunos vieron con escepticismo los abusos del poder y las turbias conexiones de algunos de sus más cercanos seguidores, la situación se toleró gracias a la seguridad que le brindó Uribe a la república, tal como la mayoría de los romanos aceptaron la autoridad suprema del emperador mientras éste asegurara la estabilidad y la prosperidad del mundo mediterráneo.

Como en la Roma de Augusto, las instituciones colombianas han ido perdiendo su independencia y han venido cayendo en manos de los cercanos seguidores del Jefe de Estado. El Congreso, de mayoría uribista, cada día demuestra menos iniciativa y parece ser un instrumento por medio del cual el Presidente impone su voluntad; lo que escribe Natalia Springer acerca del Partido de la U aplica a todos los sectores oficialistas: refleja «(el) pensamiento (de Uribe) y no tiene desarrollo doctrinal, porque gira en torno a una personalidad: la suya.» También la Procuraduría, que hasta hace poco había servido su profesada función de “ente autónomo de control y vigilancia de la función pública de los empleados del Estado,” ha caído en manos de un jurista que hasta ahora ha demostrado ser fiel a las doctrinas del primer mandatario. La Corte Suprema, mientras tanto, parece mantener su autonomía, pero Uribe aparentemente piensa que su popularidad con el pueblo nulifica la autoridad de este organismo.

Como Augusto, que era consciente que su ambición por permanecer indefinidamente en el poder necesitaba legitimidad frente al senado, al pueblo y al ejército, Uribe sabe que su proyecto político no puede abandonar la apariencia de ser un movimiento democrático. Por lo tanto, piensa poner en manos del pueblo, por medio de un referendo, el nuevo cambio a la Constitución, el cual fue declarado ilegal por la Corte Suprema. Esto equivale a resolver por medio de una elección masiva un asunto de inmensa complejidad jurídica y de ramificaciones astronómicas para la continuidad de una democracia verdadera en Colombia. El solo hecho de llevar a cabo el referendo marcaría, sin embargo, un evento revolucionario: un abandono del estado liberal que, aunque débil, está establecido, y la manipulación del aparato electoral para fundar un régimen autocrático con base populista. Si pensamos en el gobierno de Augusto, nos damos cuenta por qué tituló el gran historiador Ronald Syme su majestuosa obra acerca de la fundación del principado La revolución romana. ¿Estamos nosotros presenciando la revolución colombiana? Resulta curioso que el líder absoluto de este movimiento llegó al poder y se mantiene en la cima del Estado al luchar con éxito contra otros revolucionarios.

Falta decir que, tal como Augusto utilizaba la religión para confirmar su legitimidad, Uribe a su vez se esfuerza por crear vínculos entre su gobierno y el reino de Dios, por ejemplo rezando un Padre Nuestro frente de la bandera nacional al celebrar el éxito de la Operación Jaque. Como escribe Vladdo: «sin prisa pero sin pausa, Uribe ha borrado los límites entre la Iglesia y el Estado; entre gobierno y clero; entre religión y política; entre la fe y el proselitismo,» y todo pese a que, según la Corte Constitucional, “el Estado no puede establecer preferencia alguna en asuntos religiosos.”

De una manera similar a Augusto, Uribe es ambivalente en cuanto a sus ambiciones, pues rehúsa afirmar claramente si se lanzará por tercera vez como candidato o si dejará el poder, pero esto no impide que sus súbditos tomen las medidas necesarias para extender su mandato. Otro paralelo es la persecución de los opositores; como los informantes que seguían y acusaban a los percibidos enemigos del régimen bajo Augusto y sus sucesores, también las agencias de inteligencia colombianas han grabado ilegalmente las conversaciones privadas de congresistas de oposición, magistrados y periodistas. El peligro para la libertad que implican estas actividades de espionaje no se puede exagerar.

Dado el carácter que viene adquiriendo el régimen actual, algunos nos preguntamos si la defensa de la Seguridad Democrática se está convirtiendo en una máscara que camufla las intenciones monárquicas del salvador de la república. Lo que es cierto es que, en caso de una tercera elección de Uribe, no se podrá decir que dejó de existir la democracia y se continuará usando el término «república,» pero no habrá duda que las instituciones, y especialmente la Presidencia, habrán dejado de ser las mismas, y que las bases del Estado habrán sido arrolladas y suplantadas por un sistema diseñado para perpetuar el poder de un solo hombre.

En este momento, el destino ha puesto frente a Uribe una decisión de suma importancia: puede ser recordado como el hombre que restauró el orden para luego establecer el autoritarismo, o puede abandonar la Presidencia y preservar la República. En ese caso, se convertiría no en un Augusto sino en un Cincinato, el general romano que dos veces renunció la dictadura que le había otorgado el pueblo porque, habiendo defendido al estado de sus enemigos con éxito, sentía que había cumplido su deber constitucional.

Daniel Raisbeck